29/11/07

Comité Editorial

DIRECTOR: Gonzalo Márquez Cristo. EDITORES: Amparo Osorio, Iván Beltrán Castillo. COMITÉ EDITORIALFabio Jurado Valencia, Carlos Fajardo, Maldoror. CONFABULADORES: Óscar Collazos, José Chalarca, Marcos Fabián Herrera, Sergio Trujillo Béjar, Fabio Martínez, Fernando Maldonado, Gabriel Arturo Castro, Guillermo Bustamante Zamudio. EN EL EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Antonio Correa, Iván Oñate (Ecuador); Rodolfo Häsler (España); Marco Antonio Campos, José Ángel Leyva (México); Luis Alejandro Contreras, Benito Mieses, Adalber Salas (Venezuela); Renato Sandoval (Perú); Efer Arocha, Jorge Torres, Jorge Najar (Francia); Marta L.Canfield, Gabriel Impaglione (Italia); Luis Bravo (Uruguay); Armando Rodríguez Ballesteros, Osvaldo Sauma (Costa Rica).

Grandes Columnas de Con-Fabulación


100.000 lectores semanales
(Obra pictórica Blog: Fernando Maldonado)


Oscar Collazos

Genocidios
(Exclusivo para Con-Fabulación)
Marcelino Jiménez, colono blanco de La Rubiera, finca ubicada en Los Llanos Orientales de Colombia, pretendía a la joven Lilia, una indígena de El Manguito, perteneciente a la comunidad cuiba. Marcelino no cejaba en su empeño. Al no servirle la persuasión intentó llevarse a la fuerza a la nativa. No sirvieron de nada las mediaciones de terceros, ni siquiera la intervención del sacerdote español Gonzalo González, cura de la localidad de Elorza. Jiménez estaba dispuesto a cobrarse su pieza a cualquier precio.
Todo esto ocurría en la primera quincena del mes de diciembre de 1967.
Pocos días después, exactamente el 26 del mismo mes, la historia de amor entre Jiménez y la indígena, pasaría a un segundo plano. Sin embargo, ésta se convertiría en una de las piezas claves de un proceso abierto cinco años más tarde a un grupo de colonos, que, como Marcelino, fueron acusados de haber dado muerte violenta a dieciséis indígenas de la región.
Lilia, la indígena pretendida por Jiménez, se había convertido en testigo de excepción del proceso. Sólo ella y dos indígenas más, sobrevivientes de la masacre, podían dar testimonios directos sobre el espantoso crimen, al que la prensa colombiana llamó: “el banquete de la muerte”.
Las pretensiones de Jiménez no eran excepcionales. Un colono blanco decidía sobre la vida de los indígenas, en algunos casos asalariados o trabajadores temporeros en sus fincas. La historia podía remontarse a tiempos más lejanos: todas estas tribus, guahibas, sálivas, plapocos, ciubas y amorúas, habían sido desposeídas de sus tierras y condenadas a sobrevivir en el nomadismo, sombra siniestra de una casi aceptada herencia colonial.
El episodio central empezó a tomar cuerpo aquel 26 de diciembre, cuando dieciocho indígenas marcharon de la finca El Manguito hacia el hato La Rubiera, llamados por el propio Jiménez, quien les prometía ropas y alimentos. El primero en conocer esta noticia –según se sabría cinco años más tarde en el curso del proceso- fue el padre González. Trató de averiguar por las razones del viaje imprevisto de los indígenas y sólo supo que iban a recoger ropas y alimentos ofrecidos por Jiménez. La siguiente noticia, recibida por el dominico González, adquirió la forma de una repugnante tragedia: dieciséis de los dieciocho cuibas habían sido masacrados.
Los culpables del genocidio trataron de ocultar las pruebas del delito: los cadáveres habían sido amarrados a la cola de las mulas y se pretendía conducirlos a un lugar cercano para proceder a la incineración. No lo consiguieron. Y aquí empieza la historia de un genocidio que habría de encontrar en los dos únicos sobrevivientes, Antuko y Cevallos, a los únicos relatores de los hechos. Habían observado la matanza subidos en lo alto de unos árboles.
Pero no sólo se había producido la matanza. No sólo se había conseguido que los indios acudieran al encuentro fatal. ¡Habían sido agasajados! “Comiendo con la mano en una mesa y sentados en la mesa -diría uno de los testigos-, después la gente llegó a la mesa por ambas partes de la cabeza, y llegaron a matar, y los perros salieron a morder y en la mesa cayeron Doris y Carmelina, la niña de Doris, y los demás huimos”.
La descripción del indígena Antuko es escalofriante, incluso en su entrecortado y pobre castellano. “Y por la mañana vimos que llevaban arrastrados de la cola de la mula los cadáveres, no vimos humo, y ese día, por la tarde, nos fuimos Cevallos y yo para El Manguito, llevando dos canoas cada uno por el río Capanaparo”.
Cinco años más tarde, el 9 de junio de 1972, se abrió proceso a los colonos de La Rubiera, acusados de la matanza de dieciséis cuibas. En la ciudad de Villavicencio, en una sala atestada de periodistas, antropólogos y curiosos, sólo se hablaba del “banquete de la muerte”. Además de los dos testigos sobrevivientes de la masacre, estaba allí el padre González, intérprete de los indígenas y conocedor de los pormenores de una pretendida historia de amor entre Jiménez, uno de los acusados, y Lilia, la “joven y hermosa” indígena que tuvo la fortuna de no acudir al “banquete” de La Rubiera.
Todavía recuerdo, como si conservara una fotografía, los rostros impenetrables, severos, curtidos por la intemperie, de los seis colonos sentados en el banquillo de los acusados. En las barras, representantes de la distintas comunidades indígenas del país, llegadas a Villavicencio para presenciar el juicio. Si algo había en sus rostros era una extraña mezcla de cólera y escepticismo. En otro plano de la sala, los tres jurados de conciencia: graves, circunspectos, con el peso de una responsabilidad poco frecuente en sus vidas de ciudadanos del común.
El primer día de juicio se oyó por boca de los acusados una de las frases más significativas de la sesión y acaso la clave antropológica del caso. “No creíamos que matar indios fuera malo”, fue la unánime explicación dada por los colonos.
A partir de aquí, poco importa saber si los autores del genocidio fueron condenados o absueltos. Poco importa al menos a efecto de la crónica. A partir de aquel instante, cuando los colonos pronunciaron la tremenda frase exculpatoria, muchos de los asistentes al juicio (antropólogos, periodistas, estudiantes de sociología) cruzamos miradas de consternación y tuvimos la certidumbre de que, condenados o absueltos, había algo más revelador en el hecho de declararse inocentes.
(*Escritor y periodista colombiano. Una de las voces más vigorosas de la generación posterior a García Márquez. Autor de: El verano también moja las espaldas, A son de máquina, Batallas en el monte de Venus, Adiós Europa, La modelo asesinada, y del deleitoso libro periodístico La bella y la bestia…)

Eduardo García Aguilar

Arte, cocaína y performance

El escándalo provocado por el performance de la prestigiosa artista cubana Tania Bruguera en la escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional, durante el cual circularon tres bandejas con 20 líneas de cocaína cada una, como metáfora de un problema real e ineludible, muestra los niveles de intolerancia y ridiculez a los que está llegando Colombia en la primera década del siglo XXI, después de casi ocho años de estar centrada en la palabra supuestamente divina de un caudillo mediocre, autoritario y abusivo.

Un país que tuvo en los años 60 del siglo pasado una generación de artistas de avanzada en los campos de la poesía, las artes plasticas, la crítica y el teatro como Alejandro Obregón, Gonzalo Arango, X-504, Enrique Buenaventura, Santiago García y Marta Traba, entre otras muchas figuras, ha retrocedido en unas décadas a niveles impensables de ñoñez parroquial.

Cuando sabemos que a Palacio de Nariño han entrado en secreto personas ligadas al narcotráfico y que el Congreso nacional, compuesto en gran parte por personas relacionadas con la delincuencia, recibió con honores a narcoparamilitares de alto nivel, no entiendo como saltan algunos a pedir la expulsión de la artista cubana y exigir que se le haga un exorcismo, cuando ha estado presente en los principales lugares de la expresión artística contemporánea, donde, como en los performance presentados en la Bienal de Venecia, se logra por medio de duras escenas poner el dedo en la llaga de la realidad.

El fotógrafo norteamericano Serrano provocó escándalo al mostrar imágenes de Jesús sumergidas en enormes vasos de vidrio llenos de orina, Anselm Kiefer presentó en el Gran Palais de París una exhibición de lo que sería una nueva guerra destructiva, un artista representó al papa Juan Pablo II aplastado por un meteorito, y así sucesivamente el nuevo arte de hoy revela, como lo hicieron en su tiempo dadaístas y surrealistas, y con toda libertad además, las heridas y las verdades de nuestro tiempo. Marcel Duchamp causó y causa polémica todavía con su famoso orinal, considerado un punto básico de ruptura del arte del siglo XX. La artista francesa Louise Bougeois nos estremece con obras escalofriantes que nos obligan a veces a retirar la mirada, como ocurre con Christian Boltanski, uno de mis más admirados artistas de hoy, cuyos performance pueden hacernos vomitar de angustia o de dolor. Otro artista ha osado con fortuna vender mierda humana enlatada como obras de arte. Warhol se hizo rico con sus famosas latas de sopas Campbell.

En este caso la artista cubana no iba a presentar una obra "políticamente correcta" para dejar contentos a todos y partir del país como otro artista más domesticado después del coctel, de los tantos que hay en este país y en el mundo entre novelistas, poetas y artistas plásticos que prefieren callar y ser melifluos para quedar bien con todo el mundo: la izquierda y la derecha, los militaristas y los pacifistas, los gazmoños y los libertinos, los camanduleros y los ateos, los pobres y los ricos.

El arte verdadero es el subversivo y no vale la pena dedicarse a ese oficio para ser complacientes. Kafka desenmascaró los horrores de la burocracia y la novela norteamericana contemporánea va directo al centro de los problemas reales dejando fluir el lenguaje de las calles. Finalmente el arte y la literatura colombianos se han convertido por lo general en un ejercicio de arribistas que quieren ascender y tener la bendición de los poderosos escribiendo o haciendo obras insípidas para consumo y aplauso general. Tania Bruguera le ha dicho a los artistas colombianos que despierten como Lázaro, pues en las últimas décadas se han vuelto momias putrefactas de hipocresía, miedo y arribismo.

Por el contrario los colombianos deberíamos felicitar a la artista cubana por su valentía y porque en un gesto maravilloso, mostró lo que es cosa común en los salones de los ricos del mundo, en los balnearios más exclusivos y en las altas esferas de los potentados, empresarios, ejecutivos, corredores de bolsa, modelos y actores de glamour, en las fiestas de las juventudes doradas de todos los países del primer mundo, empezando por Estados Unidos, que son los consumidores de la droga por la cual tienen estigmatizada a Colombia por la única razón de que enormes intereses se niegan a legalizarla.

No nos metamos mentiras: Colombia es el principal productor del mundo de cocaína porque hay millones de consumidores en los países ricos, que están dispuestos a comprarla al precio que sea para amenizar sus fiestas o mantener la energía en las interminables y deliciosas rumbas de la sociedad de consumo. Si no existiera tal demanda libre en los países industrializados no habría producción en Colombia y volveríamos a nuestras actividades tradicionales. Con su "arte de conducta" la cubana Bruguera prueba que la legalización dejaría en manos de cada quien la responsabilidad de consumir o no, como ocurre con el alcohol, que es un elíxir tan peligroso como la cocaína, el cigarrillo, los autos de lujo y otras drogas legalizadas por las multinacionales.

Si se legalizara el consumo, como ocurrió en los tiempos de la prohibición del alcohol, se acabarían las mafias, los capos, el lavado de dinero, la corrupción de los gobiernos, las policías y los ejércitos, y las sumas multimillonarias destinadas a una guerra inútil podrían aplicarse a prevenir y ayudar a los adictos y el resto a elevar el nivel de vida de los miserables o a mejorar los niveles de educación o la salud. Ya basta del Plan Colombia y los miles y miles de millones de dólares destinados a hacer la guerra al interior del país, cuando el verdadero problema son los consumidores en Estados Unidos y Europa que hacen posible la producción mafiosa.

¿Cuántas generaciones hemos perdido los colombianos en esta lucha absurda? Miles de presidiarios en todo el mundo por el simple hecho de ser pobres "mulas" utilizadas, jóvenes en la flor de su edad que ven sus vidas arruinadas en las cárceles por el error de hacer un viaje equivocado con droga y decenas de miles de muertos en una guerra sin fin entre bandas y autoridades, que conduce sólo al derroche de sangre y dinero. Y mientras tanto los verdaderos capos y lavadores de dinero, los millonarios y los magnates, siguen libres gozando de su renta millonaria en los balnearios del poder y la gloria o entran como pedro por su casa al Palacio Presidencial.

A Tania Bruguera deberíamos darle la nacionalidad honorífica como se la dieron a la polémica crítica argentina Marta Traba y a su coterránea la actriz Fanny Mickey, a quien alguna vez también se le consideró sulfurosa en Colombia por su irreverencia. Con su "arte de conducta" Tania Bruguera ha desatado la polémica sobre un tema esencial: ¿por qué no legalizar la cocaína en vez de sostener solos una guerra inútil en la que Colombia da los muertos y la sangre y los países del primer mundo sólo ofrecen sus narices? Dejemos de ser más papistas que el papa y ojalá quede atrás para siempre esta guerra absurda en la que nos tienen sumidos los energúmenos del Palacio de Nariño y sus áulicos hipócritas.


*Escritor y periodista colombiano residenciado en París

José Luis Díaz-Granados


ESCRITORES, COMPLEJOS Y PARANOIAS
No solamente Franz Kafka se despertaba en el pellejo de Gregorio Samsa, con la sensación de haberse convertido en un gigantesco escarabajo, debido a la monumental presión de poderes omnipotentes y negativos sobre su endeble sensibilidad. Son muchos los artistas y escritores de su talento que se han sentido alguna vez o durante toda la vida aplastados por el peso de una alteración emocional, una debilidad o una incurable fobia o paranoia.
El caso de Kafka es uno de los más conocidos, pero también sobre el que más se ha especulado. En realidad, su complejo de inferioridad se originaba en el autoritarismo de un padre severo e injusto. Todo ello le creaba una incontenible búsqueda de afecto y a la vez una sensación de temor a no poder corresponder a plenitud al ser amado. A todo ello agreguémosle su complejo de sentirse judío en un ambiente de creciente antisemitismo en Europa. Y por contera una permanente incertidumbre acerca de las virtudes de su arte literario. De ahí que no pasara en la vida civil de ser un empleado oscuro y subalterno, con una sensación perpetua de que no merecía el afecto ni la compasión de sus semejantes, como quien dice, se sentía un miserable escarabajo. Por eso, al final de sus días le pidió a su amigo Max Brod que quemara la totalidad de sus manuscritos.
Si miramos unos siglos atrás, Cervantes habla de sí mismo en el prólogo de Persiles y Segismunda, con cierta nostalgia y mucha melancolía, no sólo de su barba de plata “que antaño era de oro” sino de las seis piezas dentales que escondía tras sus labios casi inexistentes, pues ya eran sólo dos líneas. No sólo se solía lamentar por la escasez de dientes, sino porque éstos no encajaban entre sí para masticar y, al igual que confesaba después James Joyce, tenía que ejecutar incontables malabares dentro de su boca para desmenuzar las bolitas de pan mojadas en el chocolate. Pero paradójicamente, el autor del Quijote enarbolaba con orgullo el muñón de su mano izquierda, por haber obtenido esa herida en la gloriosa batalla de Lepanto.
Charles Baudelaire estuvo dominado durante sus 46 años de vida por la intransigente personalidad de su madre, a veces arbitraria y siempre severa, que para colmos, luego de enviudar del anciano padre del poeta, había contraído matrimonio con Aupick, un rígido oficial del Ejército francés. Baudelaire sufrió innumerables complejos de castración (y de Edipo, desde luego) y al final sólo se sentía realizado en compañía de mujeres esperpénticas, inválidas, jorobadas o perversas. Su más grande amor, la mulata Jeanne Duval, era una actriz de ínfima categoría de los bajos fondos de París, quien no sólo le era infiel sino que lo trataba con despotismo.
Tennessee Williams, el genial dramaturgo de El zoológico de cristal, Un tranvía llamado deseo y La gata sobre el tejado caliente, confesó en sus memorias que siempre fue muy tímido, “salvo cuando había bebido”. Sintió mucho miedo cuando en La Habana lo llevaron al “Floridita” a conocer a Hemingway: “Yo esperaba encontrarme con un supermacho y malhablado, y fue todo lo contrario: me pareció un caballero y un hombre dotado de una timidez enternecedora”. También, en la capital cubana, conoció a Sartre y a Simone de Beauvoir, junto a la piscina del Hotel Nacional. Muerto de vergüenza se acercó a ellos y se presentó a la pareja. Él, amable; ella, glacial.
Williams era propenso al insomnio y a la claustrofobia; sufría ataques de pánico y tenía agudos períodos  de alcoholismo. Tomaba pastillas de seconal y fumaba varias cajetillas de cigarrillos al día. Siendo varón sufrió cáncer de mama y vivía en perpetua lucha contra la locura. Al final, autodestructivo que era, se suicidó.
Faulkner tenía una permanente expresión de melancolía. Quienes lo conocieron lo señalan como un hombre muy triste, con ojos de torturado. En la película de la entrega del Premio Nobel aparece impecable, vestido de smoking. Un instante antes de darle la mano al rey de Suecia, hace una venia de granjero tímido y se seca o se limpia la mano en el pantalón. Nadie ha podido saber si se trataba de un gesto de humildad o de ironía.
Neruda ya había ganado todos los honores y glorias de este mundo cuando declaró: “Todavía me ocurre que cuando llego a una recepción, me parece que el camarero me va a decir: haga el favor de salir. Usted no ha sido invitado”. Y García Márquez confesó en una entrevista radial hace pocos años: “Durante mucho tiempo tuve la sensación de que yo sobraba en todas partes”.
El guatemalteco Augusto Monterroso no sólo ha confesado sus miedos y paranoias en ensayos y artículos, sino en el más famoso de sus cuentos (o mejor, de sus líneas): “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. En México, cuando le presentaron al poeta surrealista peruano César Moro en la librería donde éste trabajaba, se dio cuenta que los escritores famosos le producían miedo, hasta el punto que huía de ellos en sus mismas caras. 
Por lo demás, Dostoievski le tenía horror a la oscuridad; Alfredo de Musset a que lo sepultaran vivo; Djuna Barnes, a que alguien hiciera su apología; por el contrario, le atraía aquella persona que la atacaba o injuriaba; Somerset Maugham se volvió homosexual al no encontrar una mujer que igualara en belleza y personalidad a su madre; Proust temía a la asfixia, por eso escribía sin cesar, pensando que sólo así evitaba un ataque de asma; Rulfo sufría de “miedo escénico”: le tenía terror a hablar en público; Hemingway y Henry Miller manifestaban públicamente el odio por sus madres; Amiel se decepcionaba de una mujer por sólo verla comiendo; Balzac sufría delirios de persecución y Vicente Aleixandre sufría de agorafobia, “terror a los espacios abiertos”.
Quizá el mayor de los temores de un escritor sea el temor a no poder escribir. Pero esto es otro paseo. Otro cuento.

*José Luis Díaz-Granados (Santa Marta, 1946), poeta, novelista y periodista cultural. Su novela Las puertas del infierno (1985), fue finalista del Premio Rómulo Gallegos. Su poesía se halla reunida en un volumen titulado La fiesta perpetua. Obra poética, 1962-2002 (2003).

Jorge Enrique Robledo

El Problema Indígena

El senador del Polo Democrático acostumbra nombrar la realidad y llamar a la esperanza con la denuncia estricta, objetiva, casi científica de nuestros yerros y falencias más atroces y, para decirlo en el lenguaje futurista de Cervantes: “mantea a la realidad… como la realidad manteaba al Quijote”. Aquí su visión esclarecedora sobre el candente tema de los indígenas del Cauca.

La inmensa movilización de los indígenas colombianos, de la que la del Cauca es la mayor mas no la única, porque también han protestado, entre otros, los del Valle, Risaralda, Caldas, Chocó, Nariño y La Guajira, ha puesto otra vez sobre el tapete un gran debate: ¿Existen poderosos argumentos para las protestas, porque hasta puede hablarse de la existencia de un problema indígena, en el sentido de los maltratos, discriminaciones y carencias de los que han sido víctimas estos compatriotas durante siglos? ¿O los indígenas luchan porque son parte de una conspiración en contra de un gobierno que sí les ha atendido a cabalidad sus reclamos, por lo que hay que rechazarles sus peticiones y denunciarlos como malos miembros de la sociedad y hasta partidarios de la lucha armada?

Que el actual gobierno coincide con la segunda teoría es evidente, según lo muestra el trato que les ha dado a las peticiones y protestas indígenas y el desdén con el que Álvaro Uribe se refirió a las pruebas aportadas por la prensa extranjera acerca de que la tropa sí había disparado contra ellos. Pero hay, además, pruebas irrefutables de que el gobierno manipula las cifras para indisponer a la opinión contra los indígenas, presentándolos casi que como insaciables latifundistas. Expresando verdades a medias, que suelen ser falsedades completas, el presidente Uribe y el Ministro de Agricultura Arias han dicho que los indígenas, que son el 2.2 por ciento de la población del país, poseen el 27 por ciento del territorio nacional, porque el área de los resguardos llega a 31.2 millones de hectáreas. Y han agregado que los indígenas del Cauca, que representan el 26 por ciento de la población del departamento, poseen el 30 por ciento de su territorio.

Pero la verdad es que 24.7 millones de las hectáreas mencionadas están en la Orinoquia y la Amazonia, donde apenas habitan 70 mil indígenas y en las que no puede establecerse producción agropecuaria que valga la pena. También se oculta que del área restante, apenas 3.12 millones de hectáreas tienen buenas posibilidades productivas –si el gobierno respaldara su explotación, cosa que no hace–, pues el resto son desiertos, páramos y zonas de reserva forestal. Y constituye una astucia comparar el número de indígenas y las tierras que poseen con todos los habitantes del país o del Cauca, pues es obvio que la comparación válida debe circunscribirse al mundo rural. Si así se hace, resulta que las comunidades indígenas representan el 14.3 por ciento de los habitantes del campo y poseen el 6.7 por ciento de las tierras rurales del país y que en el Cauca son el 43 por ciento de quienes viven en el campo y tienen el 30 por ciento del área del departamento.

A su vez, los indicadores de empleo, ingreso, vivienda, salud y educación de los indígenas son iguales o peores que los del promedio de los habitantes rurales y este, a su vez, es inferior al urbano y a la media nacional, de donde sale que en la Colombia de las pobrezas y miserias la peor parte la llevan indígenas y campesinos. Es, entonces, el colmo de los colmos azuzar enfrentamientos entre campesinos e indígenas, para cobrarles a estos últimos el que posean una mayor capacidad de reclamo ante las autoridades.

Los indígenas también se movilizan por el flagrante incumplimiento del Estado a pactos suscritos con ellos en 1999, por la aprobación de leyes como la mal llamada ‘de desarrollo rural’ y la reforma al Código de Minas, que los afectan negativamente y que no les fueron consultadas de acuerdo con los compromisos estatales con la OIT. También repudian el TLC, en contra del cual votaron en consulta popular el 98 por ciento de los indígenas caucanos porque les provoca graves daños, exigen que Colombia suscriba la Declaración de Derechos de los Pueblos Indígenas, acuerdo de la ONU aprobado por 143 países, y claman porque les han asesinado 1.243 de los suyos desde 2002, a pesar de que sus organizaciones han rechazado como las que más la lucha armada.

En el fondo de las posiciones que les niegan a las comunidades indígenas hasta el derecho a reclamar suele estar el racismo, concepción que carece de toda base científica y que se usa para convertir las diferencias naturales –el color de la piel o los rasgos faciales, por ejemplo– en pretextos para acusar a ciertas poblaciones de ser seres inferiores que se merecen la peor de las suertes, para con ello justificar opresiones nacionales o escandalosas diferencias sociales. Un país democrático debe reconocer que esta parte de la nación sufre por pertenecer al pueblo colombiano y, además, por ser indígena. Un gobierno democrático debe atender sus peticiones con prontitud, seriedad y generosidad.






Del éxito del Polo al sueño del "Uribiato"

Uno de los Senadores con más aguzado espíritu crítico y mayor credibilidad del país, analiza las pasadas elecciones y sus futuras implicaciones políticas, en este artículo cedido exclusivamente para el análisis de nuestros 28.000 Con-fabuladores

Al Polo Democrático Alternativo le fue bien en las elecciones. Incluso tuvo éxito por anticipado, pues inscribió listas a concejos en 641 municipios, donde vive más del 90 por ciento de los colombianos, inscripción que marca un notable desarrollo organizativo para un partido con menos de dos años de constituido y en proceso de consolidarse. También avanzó porque aumentó en forma considerable el número de votos y de elegidos en relación con lo que obtuvieron, en los comicios regionales de 2003, las fuerzas que le dieron vida. Y ganó porque el que vence en Bogotá triunfa políticamente en toda Colombia, verdad que ratifica la envidia que transpiran las agresiones de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos contra el Polo, antes y después de su derrota.

El significado de su éxito se acrecienta por darse en las elecciones menos democráticas de la historia de Colombia, en un país conocido por lo corrupto de sus procesos electorales. A la coacción clientelista de alcaldías y gobernaciones se le agregó la del propio jefe del Estado, quien se paseó repartiendo, como si saliera de su bolsillo y del de sus barones electorales, el llamado “gasto social” que financian los impuestos que pagan los mismos pobres que arrean a las urnas. Además, la campaña se realizó en medio de las limitaciones provocadas por los asesinatos de treinta dirigentes políticos –igual número que en 2003–, actos atroces que mostraron la diferencia que hay entre la realidad y la fantasiosa propaganda oficial y que evidencian lo lejos que se está de un Estado que brinde la elemental garantía de su monopolio sobre las armas.

Y el triunfo del Polo resalta además porque, en hechos sin antecedentes en la historia del país, el presidente Álvaro Uribe, con absoluta desfachatez, cual tirano, se dedicó a violar la Constitución y las leyes que juró defender, desvergüenza que, para hacerla peor, efectuó difamando a Samuel Moreno y al Polo Democrático Alternativo con el propósito de manipular la decisión de los bogotanos. Que luego uno de sus palafreneros, para sumarle cinismo a lo torcido del asunto, dijera que la andanada del Presidente no fue una agresión contra el Polo sino la manifestación de una “inteligencia superior que habla en abstracto”, apenas muestra su desprecio a la inteligencia de los colombianos. ¿Si la Comisión de Acusaciones de la Cámara no fuera, más bien, de absoluciones, procedería Uribe de igual manera, con la certeza de su impunidad legal?

En la tendenciosa embestida de Uribe contra el Polo del día anterior a las votaciones, cómo fue de notorio que no rechazó la coacción del paramilitarismo a los electores ni la participación en el debate electoral de los parapolíticos recluidos en las cárceles.

Para tirar una cortina de humo sobre el triunfo del Polo en Bogotá y sumarle otra ignominia a la actuación del gobierno, Juan Manuel Santos y el Comisionado de Paz armaron un falso positivo en contra de Carlos Gaviria, otro gran ganador de las elecciones, esta vez mediante el truco hasta ridículo de montarle una escandola por un artículo publicado, ¡en agosto!, en el diario El Tiempo. De seguir por este camino, Santos podría ganarse el mote de Falso Positivo Santos. E intentaron crucificar a Carlos Gaviria con el pretexto de que él, en coincidencia con la Constitución, asevera que existe el delito político, satanización por lo demás mañosa porque el uribismo lleva años intentando convertir a los paramilitares en delincuentes políticos. ¿Será un exceso pedirle algo de coherencia a la politiquería?

En una salida que probablemente también tiene que ver con la reconocida incapacidad mental de Uribe para manejar sus reveses, este aceptó su segunda reelección si con ello evitaba “una hecatombe”. Y aunque no puede decirse con certeza qué quiso decir, sí es seguro que en su momento procederá como se le dé la gana, de acuerdo con su estilo de recurrir a la retórica para crear “realidades” según sus conveniencias. ¿No empobreció a los trabajadores con una ley que alargó el día hasta las diez de la noche? ¿No “acabó” con el conflicto armado y con el paramilitarismo a punta de cuentos?

Pero el verdadero debate reside en si es democrático que nuevamente, y cuantas veces quieran, Uribe y su rosca cambien la Constitución en su beneficio personal, prevalidos de la supuesta conveniencia de sus fines. ¿La “inteligencia superior” también entraña la amoralidad de que el fin justifica los medios? ¿De lo que se trata es de constituir en Colombia el uribiato, a semejanza del porfiriato, como se llamó el gobierno absolutista de treinta años de Porfirio Díaz en México?



Censura y autocensura al lenguaje

No deja de llamar la atención que sucedan hechos tan escandalosos como la invasión estadounidense a Irak, así como todos los horrores que se han descubierto y ocurrido luego, y que sea casi un milagro que en algún análisis se utilice la palabra imperialismo para calificarlos. Y poco ocurre que se vincule al neoliberalismo con los intereses y presiones de los países globalizadores, a pesar de que un personaje como Henry Kissinger explicó que “lo que se denomina globalización es en realidad otro nombre para la posición dominante de Estados Unidos”, es decir, del imperialismo que practican los dirigentes de ese país.

Ante tanto silencio, e incluso padecer recriminaciones por usar esas palabras, me asaltó la duda de que no hicieran parte del idioma o que no significaran lo que pensaba, por lo que decidí recurrir a la vigésima segunda edición del diccionario de la Real Academia Española, en el que pude leer: “Imperialismo: sistema y doctrina de los imperialistas. 2. Actitud y doctrina de quienes propugnan y practican la extensión del dominio de un país sobre otro u otros por medio de la fuerza militar, económica o política”. Y sobre “Imperialista: perteneciente o relativo al imperialismo. 2. Dicho de una persona: Que propugna el imperialismo. 3. Dicho de un Estado: Que lo practica. 4. Partidario del régimen imperial en el Estado”.

Entonces, si por el uso de dichos calificativos se padecen recriminaciones, no es porque no existan para explicar unos hechos que ocurren a diario y afectan al mundo y a Colombia, sino porque no debe mencionarse la soga en la casa del ahorcado. Unos censuran o se autocensuran por las mismas razones por las que los cortesanos del rey que andaba desnudo lo alababan por las magníficas vestimentas que decían llevaba. Es tal la presión del mayor imperio de la historia de la humanidad y de sus partidarios, que incluso han logrado que hasta personas informadas, que entienden lo que ocurre y lo repudian, se muerdan la lengua a la hora de comentar el fenómeno.

Algo parecido empieza a ocurrir con la palabra neoliberalismo, sobre la cual también –los neoliberales, por supuesto– empiezan a ejercer todo el poder de su censura. A pesar de que el calificativo es científicamente preciso, porque define bien la reedición de las doctrinas de Adam Smith que se usaron para defender el liberalismo económico y los intereses del imperio inglés en los siglos XVIII y XIX, ya casi hay que pedir perdón por usarlo. Y es claro que no se equivocan los censores, dado que este debate no es, como pudiera pensarse, un asunto meramente formal. Pues como lo único que no tiene nombre es lo que no existe, se convierte en un idiota a quien proponga oponerse o sustituir un modelo económico inexistente. ¿No ayuda bastante a defender la política económica que rige en Colombia desde 1990, la cual se profundizaría hasta el absurdo con el TLC, si se impide que se le dé nombre propio al conjunto de medidas que la definen?

Además, el país y el mundo se llenaron de eufemismos, de palabrejas o frasecillas que se usan para reemplazar, desnaturalizándolas, a otras que describen bien los fenómenos. Por ejemplo, a un plan draconiano de despidos masivos lo motejan de proceso de reestructuración laboral; a una situación en la que un pez grande se apresta a comerse a uno chico la llaman relación asimétrica; a las imposiciones del FMI les dicen recomendaciones; ayudas a los linimentos que les facilitan los negocios a los monopolios gringos, y así… unas cosas se cambian por otras mediante una simple manipulación semántica.

Y lo más lamentable de estos trucos, simples actos de prestidigitación para ocultar la realidad, es que en ellos caen, víctimas de la presión, no pocos analistas democráticos, quienes debieran tener como primer propósito de sus explicaciones que fueran comprensibles no sólo para los iniciados en las artes de la traducción de los eufemismos, sino principalmente por quienes no lo son.

El lenguaje se convirtió también en parte del debate sobre la globalización neoliberal, lucha que en este caso gira en torno a definir si se puede usar o no cada palabra que tiene el diccionario y a si deben ser comprensibles o no las frases que explican los hechos que afectan a la sociedad.

Fabio Jurado Valencia

¿Uribe es Pedro Páramo?

La literatura alude a la realidad; alude, no la elude, por más que el escritor quiera trascender la realidad en la que habita. Pero lo que hallamos en la literatura no es la realidad empírica, la que vivimos cotidianamente, sino una forma de hacer sentir una realidad. También el lector intenta evadir la realidad práctica, que además le resulta malsana, pues el gran lector, como el gran escritor, es un neurótico y por eso se refugia en la búsqueda de un mundo ajeno. Al lector lo asedia la realidad de la que huye y para comprender aquella realidad literaria se ayuda, paradójicamente, de imágenes que sobrevienen del acontecer inmediato, aunque no se lo proponga: es el inconsciente operando en el acto de la interpretación del mundo.

Por estos días hemos vuelto a leer a Pedro Páramo, la magistral novela de Juan Rulfo, y han resultado inevitables ciertas asociaciones que los estudiantes construyen a partir de la realidad del país: Pedro Páramo, es quien es, porque a su padre, don Lucas Páramo, lo asesinaron en unos acontecimientos bastante ambiguos, pero se infiere que fue por un asunto de tierras. A partir de esta pérdida, en Pedro Páramo, el hijo de don Lucas, se anida “un rencor vivo” y se propone gobernar a Comala a la manera de un caudillo y de un dios de quien dependerá la vida de todos: “Pedro Páramo causó tal mortandad después que le mataron a su padre, que se dice casi acabó con los asistentes a la boda en la cual don Lucas Páramo iba a fungir de padrino…”. Y nada se hace en Comala sin la instrucción de don Pedro, el patrón. Como un compromiso con el deber filial, Pedro Páramo decide a quién hay que expoliar, vigilar y castigar; para ello cuenta con Fulgor Sedano, una especie de asesor meloso y a la vez capataz, es decir, un José Obdulio Gaviria, que sabe dónde están las mejores tierras, que para él son ociosas porque las tienen los pobres y los indios.

Los pequeños propietarios de Comala paulatinamente van despareciendo a través de ardides y de presiones, a semejanza del ejercicio del paramilitarismo: o vende o se va o se muere. Y entonces se pregunta por las leyes; frente a lo cual el patrón responde: “la ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros…“ Y la ley se va ajustando según las necesidades: “…mándalos en comisión con el Aldrete. Le levantas un acta acusándolo de usufruto o de lo que a ti se te ocurra. Y recuérdale que Lucas Páramo ya murió. Que conmigo hay que hacer nuevos tratos”. Se pretende también comprar las conciencias a cualquier precio y ofrecer las recompensas, todo en bien de la patria; esa patria de la que dicen los campesinos de Luvina que, como el gobierno, no tiene madre. La iglesia acolita sus ardides, porque “así es la voluntad de Dios”, como le dice el padre Rentería a su padre confesor.

La habilidad de un hombre que sabe hacer-hacer (lo propio de la manipulación) le garantiza la permanencia en el poder, no importa con quién haya que llegar a acuerdos, como bien lo hace este Señor, con quienes se han levantado en ese movimiento beligerante sin bandera, y que nos ha recordado las declaraciones del paramilitar Mancuso: “Bueno. Les voy a prestar otros trescientos hombres para que aumenten su contingente. Dentro de una semana tendrán a su disposición tanto a los hombres como el dinero. El dinero se lo regalo, a los hombres nomás se los presto. En cuanto los desocupen mándenmelos para acá”.

Tantas familias en ramilletes en los semáforos y en los restaurantes de los pueblos de Colombia, pidiendo una ayuda para comer y para enterrar a sus muertos, parecen confirmar la sentencia de Pedro Páramo: “Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre. Y así lo hizo.” Pero las novelas, a diferencia de la realidad, tratan de cerrar la historia, haciendo realidad la ilusión de los lectores, como la manera en que Rulfo muestra el aniquilamiento del patrón: “Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.”

Con la relectura de Pedro Páramo uno vuelve a preguntarse: ¿Cuántos Juan Preciado buscan a su padre en este país de expoliaciones y de engaños, este país de fosas y de lápidas sin nombre? Comala es Colombia.



Revista Fractal dedicada a literatura colombiana

No es por el sentimiento de patria (término tan vacío hoy en Colombia), que nos embarcamos en esta empresa, empresa, digo, como trabajo con un horizonte intelectual: destacar las ideas y exaltar algunas figuras de la cultura, el arte y la literatura en Colombia. No es tampoco por el sentimiento de nacionalidad, palabra tan inasible para los colombianos, sobre todo cuando se va de una frontera a otra. Ni por la patria ni por la nación escribimos y recogemos las muestras de lo que hacemos. Es por ese diálogo cultural, sostenido entre Colombia y México, desde cuando Francisco Álvarez de Velasco y Zorrilla se encontrara con los mundos simbólicos de Sor Juana y expresara el deseo de compartir su celda, esto es, de amarla; es por esa búsqueda del encuentro, reiteramos, que aquí presentamos estas señales: las de Colombia en la revista Fractal.

México y Colombia, dos países parecidos en sus desgracias políticas y en sus fuerzas intelectuales y estéticas, si bien el primero marca las diferencias, a su favor, por esa historia milenaria que ha podido pervivir después de la conquista de los españoles y de las múltiples revueltas por el poder. Revueltas y guerras civiles, marrullas y componendas políticas, coinciden en México y Colombia a través de su historia.

Estos textos develan, sin proponérselo, el sentimiento de algunos de los escritores colombianos frente a la entropía que ha caracterizado las últimas décadas. Se exponen en una revista mexicana que por su pluralidad constituye el mejor lugar para que los lectores reconstruyan las semejanzas aquí insinuadas. Se trata de una revista y como tal reúne un puñado de trabajos, entre otros tantos que merecen estar aquí.

En el universo del caos la fatalidad se convierte en conocimiento, parece ser un emblema que se infiere en los textos aquí recogidos: nunca antes en Colombia habían despuntado tantos escritores, artistas plásticos, músicos, directores de cine, fotógrafos, actores e investigadores en todos los campos, como ha ocurrido en las tres últimas décadas. Es como si ante la carencia hiciéramos germinar en el desierto lo que el cuerpo requiere para subsistir.

Frente a la prepotencia y las mezquindades de quienes han sido los artífices de la cada vez más acentuada desigualdad social, los artistas y los académicos colombianos han podido llamar la atención y apostar por formas diversas de interpelación: desde la palabra y desde la imagen visual, cuya polivalencia busca sensibilizar para repensar el mundo y para afrontar la adversidad. Siempre nos preguntan cuando venimos a México, hasta cuándo vamos a permanecer en estas ambivalencias: por un lado, las fuerzas intelectuales y artísticas y, por otro, el carácter vacuo de lo que se llama democracia. Siempre nos es difícil contestar sin caer en la contradicción. Sabemos del carácter ambicioso de nuestros gobernantes y sabemos también de los obstáculos para que los ciudadanos tengan acceso a las fuentes, como los libros y las revistas, desde las cuales podrían tener mejor criterio para tomar decisiones, aunque el alto índice de abstencionismo constituye el referente de una actitud de renuncia a lo que en Colombia se da en llamar democracia. Dos hechos marcaron políticamente a toda una generación: el engaño en las elecciones de 1970, cuando le negaran la victoria a Gustavo Rojas Pinilla, y el golpe de estado al presidente Allende, en Chile; por eso cuando se les solicita a los escritores las colaboraciones para una revista cultural, esa experiencia es inevitable, como podrán observar los lectores en este número de Fractal.

Las revistas son el mejor lugar para hacer los balances de lo que significa la vida cultural y el pensamiento crítico de un país. El Maestro Edmundo Valadés decía con mucho tino que las revistas eran esa especie de estafeta que permitía poner en comunicación a los miembros de una comunidad, ya fuese la comunidad de los escritores, o de los pintores, o de los investigadores. Pero hay que decir también que a la vez que una revista nos pone en contacto con lo que está ocurriendo nos empuja también a repensar el pasado.

En este número de Fractal hallamos trabajos que nos hacen sentir la historia social de Colombia como un único estadio, donde todo parece estar quieto, es decir, como la no-historia. Pero en contraste, hallamos textos que nos acercan a la búsqueda vertiginosa de nuevas propuestas estéticas. Textos que dialogan entre sí, por los temas y las posiciones políticas y literarias de sus autores. Textos que ayuda a comprender los nexos del arte, incluidas aquí la arquitectura y la fotografía, con la vida política y las disciplinas de la historia. Textos, en fin, que revelan la poesía, entendida como la representación simbólica de un mundo posible en el que las ideas orientan y son un referente para el foro.

Contiene poemas de: Amparo Osorio, Fernando Denis, Felipe Robledo y Gonzalo Márquez Cristo. Minicuentos de: Álvaro Mutis, Triunfo Arciniegas, Harold Kramer, Germán Espinosa, Guido Tamayo, Fabio Martínez, Pablo Montoya…. Además del Manifiesto Nadaísta para el Siglo XXI de Jotamario Arbeláez, “Las tres batallas de Guillermo Cano” de Guillermo González y “Vivir la Noticia” del cronopio ausente Ignacio Ramírez.


* Escritor y catedrático universitario. Director del Instituto de Investigación en Educación de la Universidad Nacional de Colombia


Mauricio Contreras Hernández

¿Qué premian los Premios Literarios?

Quiero destacar dos aristas de las muchas que comportan los premios y concursos literarios, particularmente en nuestro país, aún a riego de insistir en un tema que puede parecer baladí y más propicio para revistas de farándula poética.

Uno de esas aristas tiene que ver con la premisa de que se galardona lo inútil, lo que no encuentra sitio en un mundo donde priman las relaciones comerciales, el usufructo y la usura. En el que se comercia hasta lo más íntimo, lo más inaprensible y se codifica en el repertorio de actividades incómodas para el recaudador de impuestos, el cual nos recrimina con su enfado porque no sabe a ciencia cierta qué es en realidad lo que hacemos para merecer una exigua paga en la que no aplica la exención de impuestos.

Esta condición de “inutilidad” es, sin embargo, resignificada recientemente por el capitalismo al descubrir en la cultura una nueva fuente de su eterna juventud, la plusvalía. Entonces, diseña lo que ha dado en llamar la “nueva industria cultural”, modelo que aplica exitosamente para recoger aquellos recursos que se habían escapado, hasta ahora, de su ejercicio de explotación.

Desde las instituciones estatales (ministerios, secretarías de cultura), se pregonan y aplican programas culturales que, bajo el mote de incluyentes, comunitarios, democráticos, buscan enmarcar el trabajo cultural en el nuevo escenario de la globalización y dominio del mercado. Así, se establecen “incentivos” y premios de distinta denominación, desde locales hasta internacionales; que además de las enrevesadas bases para participar, entregan dádivas en metálico, cuidándose de aclarar que son “susceptibles de impuestos y anticipos de derechos de autor”, con lo cual justifican esta nueva forma de sub-empleo en sus balances y hacen de la actividad literaria un ejercicio publicitario que más contribuye a homogenizar el gusto de un público que ya casi no lee pero al cual hay que venderle a toda costa para mejorar los índices de lectura de libros per cápita. También se invoca la “promoción de nuevos talentos” que no consiste en otra cosa que editar aquellas obras que cumplen con los ingredientes al uso y que se acogen a su recetario para aumentar las ventas. Sin hablar de los muchos escritores que, luego de engrosar el grupo de anónimos perdedores, ascienden al cielo de la fama con las charreteras del premio y sienten que ahora sí son “ganadores”, tragándose el cuento de que es su obra la que ha merecido el premio y aspirando a ser los merecedores de la siguiente presea, más significativa en jerarquía y botín. Pobre Baudelaire, enviándole panes de especias y cartas suplicantes a Saint-Beuve y a Víctor Hugo para obtener un sillón en la Academia y algunas monedas por venderle su alma al diablo de la usura. “Necesito de su voz dictatorial. Quiero ser protegido”, le dice a Víctor Hugo, a quien unas líneas más arriba le ha recordado “esa maravillosa época literaria en que usted fue el verdadero rey, tiempo que vive en mi espíritu como un delicioso recuerdo de infancia”.

Otra arista es la de la literatura y el poeta, asumidos como espectáculo. Vieja tradición de las cortes y de los súbditos la de celebrar los nacimientos, caprichos, cambio de calcetines del nuevo tirano con fiestas, corridas de toros y certámenes poéticos. Vinculado a esta concepción de la poesía, el poeta se transforma en florero del salón burgués, portavoz de las más nefastas ideologías, de las encuestas del marketing editorial, turiferario del gobernante de turno, pelagato que es invitado al coctel para mirarlo con desdén y recordarle, como al cantante pobre en una fiesta de opulencias, que “usted a lo que vino fue a cantar”.

De esta manera se escamotea el derecho que tiene el escritor y su trabajo a condiciones dignas para su ejercicio. O si no, ¿cómo explicar que en Colombia se haya creado un flamante Ministerio de Cultura dedicado a repartir un irrisorio presupuesto en forma de dádivas y no se haya logrado crear un Sistema de Seguridad Social para los artistas? ¿Cómo establecer redes de promoción social para los artistas en vez de estimular la insana costumbre de la competencia que privilegia el afán individualista por ser el mejor, y que da lugar a todo tipo de componendas y costumbres a la hora de premios y concursos? Claro que también cuestiono a aquellos, incluido yo, que se creen este sistema de privilegios y participan en ellos, ora como jurados luego como premiados, sin menoscabo de sus ambiciones burocráticas, en una rueda sin fin de viajes festivales, prebendas, abluciones y palmaditas en la espalda por parte de funcionarios que aún no entienden por qué un personaje “inútil” es digno de tales merecimientos y mucho menos por qué es tan díscolo a sus requerimientos protocolarios.

Quiero dejar abierta la discusión al respecto, con la certeza de que el artista debe mantener, una independencia y, ante todo, una dignidad sobre la tierra, su actitud en la circunstancia histórica que le corresponda y la indeclinable libertad de su pensamiento más allá de caer en la tentación de la gloria y el éxito que, para el caso de nuestro país, ya sabemos muy bien lo que exigen y representan.

Así y no de otra forma ejerzo la poesía: posibilidad de rebeldía frente a la indignidad del mercado que todo lo compra y lo vende.



Sobre la dignidad del pensamiento

Nada más peligroso en una situación compleja como la que vivimos, de hecho según Morin toda situación es compleja, que caer en el fácil juego de los reduccionismos. Por esta vía, la falaz objetividad de las encuestas o el señalamiento público, se convierten en criterios que permiten dirimir acaloradamente lo que requiere otros escenarios de discusión, reflexión y acción.

Una de esas estrategias reduccionistas, utilizada por gobernantes autoritarios como es el caso de Uribe, en Colombia, consiste en agitar el sentimiento chauvinista para justificar sus burdas equivocaciones en política nacional e internacional y que ponen de manifiesto un desprecio rampante por quienes no comulgamos con sus actuaciones mesiánicas, prepotentes y camorreras argumentadas con un lenguaje de capataz de finca.

La polarización es una de esas palabritas del léxico reducido y “pragmático” del combo uribista que, desde palacio, y a través de su ventrílocuo de cabecera; usa para describir una supuesta situación nacional, conformada por dos bandos en extremos irreconciliables, y cuyas acciones y actitudes se definen con referencia a un supuesto paradigma nacional: la seguridad democrática.

Por esta vía, supuesta, toda situación o hecho es entregado para su valoración a una hipotética “opinión pública” que adhiere o rechaza, mediante el mecanismo perverso de las encuestas, y cuyos resultados son difundidos con bombos y platillos como la santa verdad. Opinión pública que es prefabricada, manipulada e interpretada de manera coyuntural y prescindiendo de cualquier asomo de memoria histórica que permita darle profundidad a esos hechos.

Así, las piezas del rompecabezas se arman siempre al calor de los acontecimientos y de las necesidades del poder reinante y de su coro, los medios de comunicación; lo que les impide abstraerse a la abrumadora sucesión de hechos para dar sentido a lo que acontece.

Pues bien, ante estas maniobras que ofenden y buscan desplazar el ejercicio de la controversia y la democracia, no queda más que develar lo que pretenden soslayar: ejercer un desprecio rampante por la dignidad del pensamiento y la diferencia en nombre de una unanimismo mesiánico y delirante. Para ellos el pensamiento es algo inútil pues cuestiona su ejercicio de razón instrumental en la que el fin justifica los medios.

Cada día es más difícil expresar una reflexión, producto del ejercicio del pensamiento desinteresado y ajeno a las exigencias del poder, sin ser criticado de traidor, apátrida y similares. Cada día es más evidente la condición de indignidad que se ejerce, por parte del gobierno y sus corifeos, contra quienes nos arrogamos el derecho a pensar y a disentir en contravía de los resultados de encuestas, de marchas y de conciertos.

Recordemos que agitar este marbete de indignidad contra sus detractores, ha sido una de las estrategias usadas, en todos los tiempos, por gobiernos autoritarios que como el de Uribe, pretenden convencernos, a sangre y fuego, de remedios que, a la larga, resultan peores que la enfermedad.

Como lúcidamente lo señala René Char:

“Acordémonos de que ese cáncer, bajo el nombre de fascismo, ha comenzado por devorar una nación, luego otra. En la actualidad está agazapado en el inconsciente de los hombres, en particular, de aquellos que se declaran sus peores enemigos... Ese mal, en el cual nos hemos detenido a pensar, es el desprecio del prójimo: una especie de indiferencia colosal con respecto a la inteligencia de los demás y de su alma viviente. ¡Una intolerancia de dementes! ¡Su caballo de Troya es la palabra felicidad! Y yo creo que eso es mortal. No se trata de un peligro relativo sino absoluto.”



Yo, el supremo

Álvaro Uribe, con la legitimidad que le da más de siete millones de votos, producto de las turbias relaciones con los paramilitares, sustenta un proyecto político autoritario y guerrerista, de corte pre-moderno –según el sentido que da a este término Antanas Mockus– en el cual el fin justifica los medios y cuyos costos, a mediano plazo, serán muy altos para el país. Unos fines que parecen claros: legitimar el paramilitarismo –ese Frankestein que lo atormenta–, consolidarse como el aliado estratégico de USA en Suramérica, defender intereses de sectores empresariales y financieros que, pase lo que pase, y siempre, a nombre de un país inexistente, buscan mantener sus privilegios.

Proyecto político pre-moderno, de una tradición finquera, en el que los límites con el narcotráfico y sus secuelas no son tan claros como sale a pregonar a los cuatro vientos; heredero de una tradición que privilegia el oficio de capataz; “napoleoncito de carriel” como lo define certeramente el poeta.

Proyecto que descalifica, de manera indigna, a sus opositores, “quien no está conmigo está contra mí”, apoyado en una mayoría parlamentaria conformada como colcha de retazos por oportunistas politiqueros de oficio, típica de esa tradición que dice defender y que revela su estrategia en acciones y declaraciones repentistas, altisonantes, que giran en torno a su figura y que son producto del apasionamiento personal. Parece que el yoga no es suficiente para calmar sus ánimos de camorrero que sale a cazar peleas cada vez que sus órdenes no se cumplen.

Tentativa que aglutina sectores dispersos y sin propuestas efectivas de cambio, alrededor de pasiones personales y adhesiones a la vía más absurda: la guerra; situación que por demás se niega a reconocer, queriendo mostrarle al mundo una realidad producto de su paranoia y de las atrocidades de sus compinches que han convertido los campos, otrora lugar de cobijo, de sustento, de arraigo y solar de luz en camposantos anónimos, sitios de peregrinaje en busca de huesos y no de cosechas.

Indignidad que se sustenta en encuestas, en operativos militares fallidos, en inútiles viajes al imperio para salvaguardar privilegios de quienes creen que proteger los caminos de servidumbre a sus fincas es señal se seguridad y progreso: terratenientes e incautos turistas.

Situación que se evidencia en el sacrificio de la vida de secuestrados, de campesinos desplazados, de pequeños empresarios que ven frustrados sus esfuerzos patrióticos, de universidades públicas en bancarrota mientras se pregona un TLC, sin carreteras, sin impulso a la agroindustria, sin empleo aunque las estadísticas se empecinen en mostrar lo contrario, mientras sus regentes, con diversos pretextos, igual de revanchistas e indignos a los ejercidos por él, lo desconocen como socio comercial y hacen de su finca un campo de batalla.

Ya lo dijo Borges, “la democracia es un abuso de la estadística”.


Función política de la poesía

¿La poesía tiene una función política? Esta es otra manera, quizás prosaica, de formular esa pregunta que, desde Hölderlin, inquieta a los creadores y que constituye la esencia de la poesía moderna. Es decir, desde que el poeta dejó de ser el florero de salones burgueses y Baudelaire salió a la calle a buscar la belleza. El resto es literatura. Y ya sabemos que don Antonio Gamoneda afirma que la poesía no es literatura, es una realidad en sí misma.

Esta pregunta invierte la perspectiva de un yo romántico que se interroga ¿para qué poetas en tiempos de miseria?, o de la búsqueda de una razón efectiva que tras el horror se pregunta ¿para qué poesía después de Auschwitz? Cuestionamiento que hostiga permanentemente su ejercicio como legión de moscas tras una miel que suponen nutricia.

En cuanta ocasión se hace pública, esta pregunta se instala como formulación de la ingenua periodista que cubre las noticias culturales para la sección de farándula, o como exigencia de compromiso por parte de organizadores de festivales que quieren firmar manifiestos, o como indagación fácil en un país atribulado por la guerra, o como caldo de agujas para alimentar la rabia frente a la indignidad que se regodea en muchos casos, a expensas de ideologías complacientes.

Frente a esta pregunta, respondo no. La poesía no tiene ninguna función política. Pregúntenle al panadero por su pan, o las piedras que florecen saxígrafas, o a la rosa que floreció en el sueño del poeta. O a cualquier forma de expresión que pretende acercarse a eso indecible que no es, precisamente, la moderna ilusión comunicativa.

Quizás, por esta vía, nos acerquemos a la experiencia trágica de los griegos, lugar donde el “yo”social se quiebra y ya no sabe quién es, y que nosotros, como lo advierte Carlos Fuentes, no hemos logrado elaborar para superar las catástrofes que nos constituyen.

Otro asunto son las relaciones que establece el poeta, como todo ser humano, con su tiempo. Cuando se vive en medio de la indignidad producto de una tradición excluyente, de una moral como hidra de seis cabezas, no es necesario ir a buscar nada donde nada hay. Y menos aún invocar a la poesía como a la sibila de Cumas, como al asesor de turno, que desde hace bastante tiempo no nos dice nada porque no sabemos preguntarnos.

La poesía permanece muda, como diría Celan, pero próxima y accesible. ¿Para qué invocar palabras en medio de tanto alboroto, de tanto grito al aire? Quizás alguien, poeta o no, encuentre la poesía y en su trato con ésta, quizás, algo, como chispa sagrada se agite, se encienda. Y es aquí donde retorna como problema político, expresada como imposibilidad de la tragedia

Una transformación que muestre la fragilidad de lo individual podría ser una respuesta. Hemos creído, a pie juntillas, eso del amor al prójimo, y eso de que la democracia es la voluntad de la mayoría, la voz de dios que ahora pareciera ser la voz de las encuestas. Ésta no se manifiesta, últimamente, a pesar de tanta promiscuidad tecnológica que pretende alcanzar ese cielo color de lejanía.

Una verdadera democracia, esto lo descubrieron los griegos aunque luego lo pervirtieron muchos de sus generales esgrimiendo la fuerza del poder ante la razón de los argumentos, se basa en una comunidad de personas donde lo individual es fuerte gracias a su experiencia del otro como inaccesible.

Una individualidad fuerte porque es capaz de mirar de frente a ese animal terrible, una individualidad que pregona “el pensamiento desinteresado”, una individualidad que es capaz de enfrentar la diferencia sin creer que es un monstruo, una individualidad que ha salido de la caverna y tanta luz cenicienta no la ciega, una individualidad fuerte porque es capaz de optar y decidir en medio de un agitado mar de sirenas, una individualidad que sólo pretende ser “mala conciencia de su época”.

La poesía avanza en contra de sí misma y la democracia tendría mucho que aprenderle si entiende que, aún ella misma, se erige como versión institucional contra ese miedo a las masas, a lo incontable. No de otra manera entiendo los reclamos, nada seductores, de quienes han hecho de la indignidad nuestro sustento.

Así, la poesía sólo es constatación de que nos constituye eso indecible que, extrañamente, nos acerca. La poesía, posibilidad de un orden otro frente a las gramáticas reguladoras de ese vacío de sentido, del mundo como espacio del permanente malentendido. O como nos propone Char, rebelde por siempre, “el poeta es el barquero de todo esto que forma un orden. Y un orden insurrecto”.

(* Mauricio Contreras Hernández es poeta y traductor. Premio Nacional de Poesía IDCT 2005.)