29/11/07

Gonzalo Márquez Cristo


La industria del apocalipsis
Por Gonzalo Márquez Cristo *
-¿Viene por mí? –sorprendido pregunta el caballero a la muerte.
-Hace mucho que camino a tu lado –le responde la pálida figura de la guadaña.
Ingmar Bergman (Séptimo sello)

Que el progreso es tan solo una ilusión queda demostrado siempre que la naturaleza libera sus indómitas armas, pero que el infatuado ser del siglo XXI se atemorice como el hombre medieval ante la opción de una incontrolable epidemia, es inconcebible y, por decir lo menos, pintoresco. Cada año desde la más pérfida jerarquía mundial asistimos a la invención de un nuevo apocalipsis y obnubilados seguimos ese oscuro juego sin detenernos a pensar quiénes se lucran con la imposición de aquellos sombríos artificios. Y en forma particular: ¿quiénes ganan con la propagación de esa epidemia de miedo irradiada en el mundo?
La influenza común cobra decenas de veces más personas que la llamada influenza aviar o porcina –o que la desnutrición- y ahora nadie parece recordarlo. Sin embargo la idea de un exterminio global es inherente a nuestras psiques enfermas y adicionalmente incrementa las ganancias de los poderosos laboratorios farmacéuticos, desplaza gigantescas inversiones a otros sectores de la economía y como siempre impone una neblina sobre algunos agudos problemas que los políticos quieren ocultar.
La idea de un apocalipsis es tan necesaria para los productores de la realidad que sucesivamente todas las posibles pandemias encuentran su fértil escenario. La “vaca loca” y las influenzas, los desprendimientos de asteroides y la sempiterna posibilidad de una guerra nuclear, exacerban el terrorismo en el orden de lo imaginario, destinado a intimidar a una población ingenua, que olvida la fragilidad esencial de la vida.
Impasibles hemos visto durante la última semana como la Cuidad de México, la segunda urbe más populosa del planeta, fue condenada al oscurantismo ante el terror de una incipiente epidemia, y advertimos que sus ciudadanos fueron estigmatizados hasta el punto que naciones como Argentina, Ecuador y el Perú suspendieron unilateralmente los vuelos a ese país, verdadera bellaquería con una nación hermana, como si tras de ello se ocultara el perverso interés de desviar los gigantescos ingresos que México capta por su ejemplar industria turística, o como si sus políticos quisieran ocultar al interior otros graves problemas sociales y económicos.
Cuando contemplamos por televisión las calles desiertas de la megalópolis no podemos dejar de pensar en el Diario del año de la peste de Daniel Defoe (crónica de esta devastadora enfermedad en la Inglaterra de 1665), en La peste de Albert Camus (ficción sobre una epidemia en Orán) y por supuesto en esa obra maestra de Bergman, El séptimo sello, en la cual asistimos a la inolvidable escena donde la muerte es retada a una partida de ajedrez por un caballero proveniente de las cruzadas, y donde esta figura aciaga (el número trece del Tarot, la febril calaca, la victoriosa pelona), acepta la contienda para derrotarlo con las piezas negras, investidas como es sabido, con su color predilecto.
Si en la antigüedad la extinción era un atributo de las divinidades tiránicas, hoy quedamos en manos de una virología, que como hemos visto, es excesivamente innovadora. La señora de la guadaña que al parecer es proclive a jugar ajedrez, ha sido superada por las más furtivas y simples criaturas invisibles. ¿Quién iba a imaginar que dios, el eterno, el infinito y omnipresente, iba terminar reducido a un cruento microbio?
En 1918 la llamada “gripe española” cobró 20 millones de muertos, el mayor holocausto médico de la historia. En 1957 la “gripe asiática” y en 1968 la “gripe de Hong Kong” cobraron numerosas víctimas, pero mucho menos de lo que suponían los sensacionalistas medios de comunicación. Con estos antecedentes hace pocos días se ha querido bautizar a la nueva epidemia “gripe mexicana”, lo cual reforzaría la tentativa de excluir a ese país, que con los omnívoros cerdos y los pobres ciudadanos a quienes se les sorprenda estornudando, pasarán a ser los estigmatizados, los marginados por el funesto régimen social que hemos construido.
Vivimos un Nuevo Oscurantismo, el instaurado por una sociedad traslúcida, degradada y abierta, que todo lo hace visible. Los vendedores de la guerra si no son más ingeniosos serán remplazados por los zares de los medicamentos. ¿Quién puede sostener que no estamos ad portas de la creación de una estirpe viral de laboratorio tal como hacen en la Internet los vendedores de los antivirus para sostener su gigantesco negocio? La adicción por lo escatológico está muy arraigada desde que la iglesia en siglos anteriores se encargó de propagar ese terror en pos de un infame enriquecimiento. Los profetas más prestigiosos del pasado como San Juan y Nostradamus tienen semanalmente una tribuna ecuménica para sus especulaciones catastróficas. Las pestes, los terremotos, los tsunamis, y desde hace seis décadas nuestras inventivas nucleares, atizan la pesadilla de la extinción de la especie humana en la Tierra. No pasa un lustro sin que el hombre, arrogante incluso ante la idea de su fin, no difunda la zozobra de su muerte colectiva.
La industria de la extinción deja cuantiosas ganancias y una enseñanza categórica: la ciencia no ha podido hacer nada para reducir el miedo en el mundo, la tecnología nunca ha trabajado para aumentar la felicidad sino la servidumbre, y como se ve en las imágenes de tantas ciudades del siglo XXI intimidadas en estos días por la “influenza porcina”, somos eficaces en multiplicar el terror.
Por lo cual, inermes y trastornados, debemos prepararnos para danzar entre las ratas como los habitantes de esa villa tomada por la plaga que describe Werner Herzog en su hermoso Nosferatu, porque en verdad cada día que vivimos es el último, con o sin la peste, que siempre está urdiendo un imprevisible y devastador asalto. Las montañas de cadáveres que quemaban en la Edad Media y la madre muerta que amamantaba a su hijo según describe Defoe en su reconocido Diario, serán imágenes recurrentes en nuestras pesadillas. Países estigmatizados, hombres con tapabocas y máscaras, y seres condenados a eliminar el contacto de las manos e incluso los besos del saludo, constituyen el miserable paisaje humano que estamos inventando.
¿Qué nuevo terror se gesta? ¿Otra guerra? ¿Otra enfermedad incontrolable? ¿Un virus más letal que el hambre? ¿Un descomunal acto terrorista? ¿Una peste informática para la que no existe cura por haber hecho metástasis en nuestras mentes? Sin duda todo lo anterior.
History Channel, en un programa sobre El libro perdido de Nostradamus, recientemente especuló evocando las predicciones cósmicas de los mayas que el mundo terminará el 21 de diciembre de 2012. Por lo cual sólo nos queda esperar que un Noé cósmico construya un arca espacial para salvar las especies animales y a su privilegiada familia, que supondremos será multimillonaria. Pero mientras tanto, atemorizados y en nuestra reconocida orfandad utópica, las palabras del sabio Epicuro de Samos irrumpen intactas dos mil años después como una poderosa y necesaria trinchera:
“Así pues, el más espantoso de todos los males, la muerte, no es nada para nosotros, porque mientras vivimos ella no existe, y cuando la muerte existe, nosotros ya no somos”.
Y si esa reflexión no es concluyente para atenuar nuestro terror tal vez debamos afiliarnos a la secta que piensa que es imposible la extinción del mundo, simplemente porque ya ocurrió.

* Poeta y periodista colombiano, director de la revista cultural Común Presencia, de la Colección Los Conjurados. Premio Internacional de Ensayo Maurice Blanchot.

El retorno de Babel
Por Gonzalo Márquez Cristo
Habitamos el reino de los reflejos. El Hombre tribal estaba más comunicado que el temerario ser de las cavernas cibernéticas. Todos los artilugios tecnológicos que pretendían en su origen resolver la ausencia y la distancia, se han constituido en nuevas estrategias de escisión, de desesperanza, y nos han sometido a una mordicante soledad.
La Caverna Platónica se ha multiplicado e irrumpe en todas las formas de la cotidianeidad. El paradójicamente llamado Siglo de la Comunicación no fue otra cosa que la funesta época de la incomunicación, de la fantasmagoría, de la presencia degradada. ¿Qué extraña creatura, verdadero y terrible Pantocrátor, adoramos hoy, provisto de una taumaturgia capaz de fundar una horda de autistas que se extiende por todas las regiones del planeta?
Todos los inventos que pretenden acercarnos o unirnos nos aíslan. Cuando en siglos pasados las tribus acudían a los tambores y al humo para enviar sus señales de precaución o de alianza, o a una hermosa fila de hombres-bandera que lanzaban sus mensajes por encima de los bosques, la comunicación todavía quizá era posible. El mensajero que llevaba su misiva por peligrosos senderos bajo las inclemencias del tiempo hacia una aldea lejana, quizá aún portaba el oro de la comunicación, de la adherencia. La carta que definía una guerra o la opción fatídica de un amor, cerrada con lacre y firmada con el relieve de un sello, o en ocasiones impregnada de lágrimas o sangre, aún instauraba una ensoñadora presencia, un poderoso vínculo con el adversario distante.
El embrujo del lenguaje que logra abolir las distancias y los tiempos, cumplía hace unas décadas con ese alto cometido, con su magia original de re-presentación y de requerido bálsamo. Así vimos la invención de tecnologías imprevistas, y haciendo un breve relato retrospectivo, participamos de las más inimaginadas tentativas por reducir las crueldades de la separación y nuestro solitario destino. El hombre del siglo XX fue viendo como su horizonte se transformaba con la invención de vehículos veloces que invadieron su nuevo mundo hechizado. Y omitió una pregunta necesaria: ¿De qué sirve trasladarse en un avión supersónico, si en verdad, sabemos por el proverbio árabe que el alma viaja en camello, y debemos esperarla un día o una semana, hasta que llegue de nuevo a nosotros?
Lejos del jet-lag y de la fatiga que se siente en itinerarios transoceánicos, los viajeros conocemos ese extrañamiento que nos invade cuando descendemos de un avión en un país extraño, en un idioma ininteligible, entre un paisaje humano que quizá nunca podremos comprender.
Al sortilegio del vuelo añadimos luego la transmisión de la voz, de la imagen, de la palabra y el embrujo de la Internet, al que la última generación ingresa virginal, poblando por asalto y con total inconciencia la nueva engañosa Caverna, que vendría a explicarnos en forma categórica lo denunciado por Platón.
Cuando los pobladores del siglo XX comenzaron a familiarizarse con el hechizo del teléfono, los más avezados advirtieron que en verdad la presencia era escamoteada y comenzaba un extendido diálogo de sombras que se ha expandido sin respetar linderos.
Y hemos excedido nuestro ingenio para construir ilusiones. La generación del celular llevó al extremo este extraño fraude y podemos engañar por minutos la ausencia al escuchar una voz querida que viene de la cima de un volcán en un distante país. “Damas y caballeros, los invito a la patria de la ausencia”, pareciera decirnos la deidad ubicua que llamamos civilización. Los caminantes se han desprovisto del paisaje que los circunda para ir en un profano soliloquio por las calles de sus urbes, hablando a personajes invisibles. Se hace oportuno recordar que anteriormente la ausencia era un privilegio de los muertos y que hoy hablamos con vivos desprovistos de presencia, víctimas de una prestidigitación tan cotidiana como incomprensible.
Añadido a esto el intento siempre infructuoso del hombre -en su experiencia consuetudinaria- que intenta conversar con alguien en una empresa, es por decir lo menos, patético. El mártir de la “comunicación” debe enfrentarse primero al monólogo ruin de un contestador automatizado que casi nunca puede resolver nuestra simple y elemental pregunta. La confusión se exacerba: el retorno de Babel se manifiesta en forma generalizada.
El dios del Antiguo Testamento que lanzó su maldición para recusar la arrogancia de los constructores de la torre que pretendía alcanzar los cielos, ha encontrado una versión más escalofriante. La diversidad de las lenguas que separó a los obreros de esa ambiciosa obra ocasionando su destrucción, hoy es el monólogo de una grabadora que va abriendo su laberinto, donde nos espera el Minotauro. Todos hemos sido víctimas de la comunicación destruida por los teléfonos, basta estar en un restaurante para observar que alternadamente una persona rompe el ritual alimenticio para rendir el tributo a la ausencia, vulnerando, prostituyendo la ceremonia de la presencia. Allí la profundización queda suspendida, la fraternidad y el amor son víctimas de ese entrometido aparato que en forma brutal rinde culto a lo ausente.
Esta nueva Babel es por un lado, la pesadilla del hombre condenado a comunicarse con un robot, obligado a reducir sus problemas a unas previstas fórmulas, y por otro, la de un ser inabordable porque habla con un fantasma vía celular a miles de kilómetros de distancia, que es escindido brutalmente de una obra de teatro o de una conferencia por una llamada seguramente ingrata. Es la del ciudadano que viendo televisión simultáneamente escucha música y chatea con múltiples desconocidos desde su computador portátil. El retorno de Babel tendrá implicaciones imprevistas en el ser que nos sucederá, y cualquiera que sea, es bueno advertir que se tratará de una inédita forma de la soledad.
La Babel que nos corresponde enfrentar no es la de una diversidad de lenguajes que funda una peligrosa confusión –reitero-, sino la de una sola lengua, un inglés minimizado, derrotado por las urgencias de la Internet. La comunicación, en su acepción absoluta, requiere de una ceremonia que hace posible la metamorfosis del yo en tú, del yo en todos. Demanda de un esencial travestismo lingüístico, implica, es importante decirlo, la fundación de un tiempo de significativos intercambios sensibles, y hemos visto que durante las últimas décadas, aquello ha sido quebrantado. Es paradojal que la civilización pragmática que abolió a los míticos espectros no cese de inventar irrealidades que, increíblemente, todo el planeta comparte. Vivimos un mundo abstracto, empobrecido. La crisis de la presencia, la crisis del lenguaje verbal, fecunda su desmesura.
El individuo del “Siglo de la Comunicación” sólo puede hablar con su sombra. El viajero supersónico, el cibernauta, la inaccesible caminante del iPod, están más solos que el Neardenthal. El esclavo del teléfono móvil y del GPS, ya no puede estar en ninguna parte porque está en todas, porque su presencia esencial ha sido despojada.
Vivimos la incomunicación de hablar la lengua rota, casi imbécil –y plagada de errores ortográficos- de la Internet, la desgarradura de la voz ausente, la esclavitud de estar siempre y nunca en virtud de los satélites. Vivimos el autismo de una civilización agonizante.
Las Cavernas se reproducen raudamente y son todas ilusorias, por eso -es terrible pensarlo-: el elemental y deleitoso espacio que nos contenía empieza a desaparecer. Los paseos ya no involucran la geografía o lo hacen de una manera tan vertiginosa como abstracta. Los desplazamientos ocurren en los laberintos de la Red. Nunca había sido tan categórica la definición del Hombre temporal. Hemos creado por primera vez al ser sin realidad espacial, al que le ha sido arrebatado el derecho elemental de la presencia.
La amalgama hic et nunc (aquí y ahora) ha sido rota. Nos enfrentamos al nacimiento del hombre sin aquí.
* Poeta colombiano, director de la revista Común Presencia. Premio Internacional de Ensayo Maurice Blanchot 2007


Suicidados por la sociedad
Por Gonzalo Márquez Cristo
Si el cielo ha sido un colosal negocio durante los últimos dos mil años y nos vendieron la aburrida opción de su gloria por sucesivas generaciones de una manera tan cruenta, con el terror de los diezmos, la inquisición y los laberintos insondables de la culpabilidad, hoy el mayor lucro consiste en traficar con el infierno. Si durante dos milenios el mercado del cielo fue muy rentable y despiadado, al comando de una iglesia que organizó las más funestas cruzadas en la Edad Media hasta terminar apoyando con el Papa Pio XII al exterminador Adolfo Hitler, durante este tercer milenio tal como se vislumbra, asistiremos al comercio gigantesco de nuestros avernos y miserias.
Somos los publicistas del infierno, los mercaderes de las vísceras, de la degradación. Pagamos por entrar a sus cavernas lúgubres o a los círculos desgarradores que soñó Dante. Con fruición nos hemos empeñado en vender lo peor que somos y las acciones más ignominiosas gozan de una ganancia sin precedentes. El edén y sus manifestaciones angélicas se ha devaluado hasta la obscenidad y la cursilería, y como consecuencia elevamos la cotización de nuestras desgracias, y subimos el precio a nuestros deshechos –y por supuesto a nuestra desolación.
¡Qué terrible época donde la armonía ha sido depuesta! Sólo lo sórdido goza de una simpatía y los medios de comunicación, e incluso las obras de arte más manifiestas, se convierten en un engranaje al servicio de una imaginación con grilletes y de una libertad redomada.
Cuando Arthur Rimbaud en las Iluminaciones exclamó: “A vender lo que los judíos no han vendido”, no supuso que un siglo después íbamos a realizar su hipérbole, y que además refinaríamos esta vil destreza hasta comerciar con lo inaudito. Ya vendimos con habilidad nuestros dioses, nuestro cielo, nuestros fetiches, nuestros amigos, y lo que es más increíble: nuestras entrañas y excrementos. ¿Cuál sociedad ha ido tan lejos en su degradación?
El universo mediático es un supermercado de estiércol. Los programas televisivos se lucran con la humillación y han decidido expoliarnos hasta de la fantasía. El éxito de las películas de terror que se reproducen con fórmulas predecibles de violencia no es la única manifestación de una cultura adormecida y vulgar. La plástica con su propuesta conceptual y sus performances puerilmente escatológicos denuncia también el generalizado malestar. La música popular se reinventa con la misma despreciable ingenuidad, brutal, obscena, denigrante.
La sociedad estimula la usura que acecha en la decadencia del ser, y también ha creado una dialéctica perversa en sus idolatrías. La religión sigue produciendo oro, pero esta vez de una forma específica: ya no es la iglesia el ente que estructura el gran lucro del miedo, sino que el poder de la idolatría se posa sobre ciertos dioses y divas de existencia fugaz, los cuales son catapultados al relámpago de su gloria; y es entonces cuando la venganza se dispara contra ellos, pues hemos descubierto en forma vil que es más rentable escenificar su destrucción. No sólo el negocio está en la sagaz creación de las deidades, que misteriosamente ya no fungen como señores del miedo, sino en su destrucción metódica, lo cual genera un mercado más significativo, y es así como nos ha tocado padecer todos los deicidios.
La sociedad se ha especializado en crear dioses para luego demolerlos, siempre y cuando esto redite en altos dividendos. Los paparazzis alimentan un tinglado que se extiende sin control pese a causar muchas veces la muerte de sus víctimas. Para nadie es desconocido que la música popular goza de lucrativos escándalos cuando sus cantantes se ofrecen a la llamarada de la fama, de la cual nunca salen ilesos. La devoradora máquina no cesa de crear sus estrellas fugaces para inmediatamente emprender su exterminio.
Es desolador confesarlo, pero el hombre de la contemporaneidad habría sido incapaz de soñar el paraíso, pues le habría bastado con generar sus pesadillas múltiples, con usufructuar sus purgatorios, con generalizar su cena de excrementos, mientras la tradición edénica se encuentra herida de muerte.
Al “hombre” –si todavía es legítimo usar ese genérico eufemismo– no le basta con haber eliminado a músicos luminosos y atormentados como Edith Piaff, Elvis Presley, Brian Jones, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, para nombrar sólo algunos, sino que ahora se encargará –como podemos presentirlo– de destruir a la cantante británica Amy Winehouse, quien sólo sufre de talento y del asedio vil de una casta que se deleita con sus recurrentes visitas a psiquiátricos; como le ocurriera a Van Gogh y a tantos otros suicidados por la sociedad.
En febrero de 2008, corroborando la tesis hasta aquí sostenida, durante la ceremonia de los premios Grammy, cuando Amy Winehouse obtuvo cinco de las seis estatuillas a los que estaba nominada (Mejor nuevo artista, Canción del año, Grabación del año, Mejor interpretación femenina de pop y Mejor álbum pop), no pudo asistir a su consagración porque Estados Unidos le denegó la entrada acusándola de “uso y abuso de narcóticos", pues lo que le interesa a esa sociedad enferma es la explotación de su impronta maldita creada en torno a su carácter, más que el brillo de sus composiciones y su extraordinaria voz.
Son tantas las otras figuras del arte y el deporte que han padecido la persecución de un mundo que descubrió en la mierda el ansia de su usura, que no es relevante ahora mencionarlas. “Uno no se suicida solo”, dijo lúcidamente Antonin Artaud, y por eso aquellos que padecen el estigma de la droga y el alcohol, y son morbosamente utilizados como productiva fuente de escándalos, constituyen en verdad la horda de víctimas de algo peor que una adicción a alguno de los duendes del olvido, pues la gloria, como decía Borges, es la peor de las incomprensiones, y habría que agregar: de las tiranías.
Las fauces de esa metodología infernal un día persiguen al cantante de Nirvana Kurt Cobain o al virtuoso baterista de Led Zeppelin John Bonham, y al siguiente van tras Britney Spears o Michel Jackson, quienes son reconocidos juguetes de esta conspiración mercantil.
En la era del post-hombre los valores cumplen su nefasta metamorfosis. Traficamos con la traición, la humillación y el dolor, pagamos el boleto más costoso para ingresar al infierno, y así multiplicamos las ganancias de unos insensibles monopolios de la información y el espectáculo. Es nuestra obligación estar advertidos, nuestra fortaleza no transigir con el cobarde hostigamiento que devora la intimidad de tantos individuos, condenados a una terrible vida de cristal. Y por ello –y como señal de resistencia– , quienes nos entregamos a los artilugios de lo imaginario, debemos comprender que es imperativo adherirnos al ensayista francés Maurice Blanchot cuando en su libro La escritura del desastre afirma genialmente:
“Existe un límite donde el ejercicio de un arte, sea cual fuere, se vuelve un insulto para la desgracia. No podemos olvidarlo.” 

“Me pone el sistema nervioso”
Por Gonzalo Márquez Cristo 
E-mail: comunpresencia@yahoo.com
El alud sensible de Mayo del 68 jamás fracasó –como lo suponen los sociólogos conservadores– por el sólo hecho de que un sueño nunca puede ser derrotado, y el no realizarse es la condición sine qua non que lo hace invencible. Las revoluciones truncadas se eternizan, los héroes al contrariar su destino preparan su retorno. Los fracasos pertenecen al ámbito de lo real pero es atributo del sueño y de su incesante renacer, imaginar que las injusticias podrán algún día ser restañadas.
Hace cuarenta años el maridaje entre el surrealismo y el marxismo abrió espacios que todavía avanzan por senderos imprevistos. La poesía asaltó la historia. Y cuando los estudiantes escribían consignas en las paredes de las universidades de Nanterre, la Sorbona, el Liceo Condorcet o la rue Rotrou de París, el mundo asistió al relevo destellante de lo poético, que irrumpía con toda su magia para recordarnos el brillo solidario de la existencia, pues la poesía, es al parecer la única que todavía se acuerda de la vida. “La poesía está en la calle”, rezaba el famoso grafiti escrito en aquel convulso momento, que evocaba los Manifiestos surrealistas firmados por Breton en la década del veinte.
Los versos del niño salvaje que trabajó para hacerse vidente (Rimbaud) eran escritos en las paredes de numerosas ciudades un siglo después, para que todos recordaran que “la vida está en otra parte”, en otro lugar inaprehensible cuyo acceso siempre nos ha sido denegado. Una extraña fusión de ideologías y sensibilidades campeaba por las calles de París, la idea de “transformar el mundo” de Marx y la de “cambiar la vida” de Rimbaud, tuvieron unas nupcias ardientes durante casi un mes en aquella inolvidable primavera, en la estación violenta. Y la vida –extrañamente invitada– por una sociedad que siempre se empeña en excluirla, asistió desplazándose en el vehículo de una violencia benéfica, en su fulgor arrasador, sin el cual como tantas veces se ha corroborado, pareciera no existir.
Por Mayo del 68 supimos que el sueño era un derecho, en verdad una obligación, si queríamos que una sociedad ruin como la que hemos inventado fuera puesta en entredicho. Comprendimos que nada era más subversivo que el sueño, que en él acechaba todo ímpetu transformador del ser humano. Y entonces su peligro fue convocado por millares de seres que asumieron el riesgo de la ilusión.
El cineasta italiano, Bernardo Bertolucci, al ser interrogado durante la inauguración de su film Soñadores (2003) que recrea los acontecimientos del mítico Mayo, sostuvo algo irrefutable que levantó una oleada de críticas: esa revuelta nunca fracasó, pues a pesar de que muchos de sus protagonistas han virado en su orientación política, es innegable que las conquistas del feminismo, de los grupos étnicos, de los humanismos de izquierda y de la revolución sexual, se han aproximado a su centro real. Y daba así la razón a Jean-Paul Sartre quien en un difundido diálogo con el líder estudiantil Daniel Cohn-Bendit (llamado Daniel el Rojo) interpretó lúcidamente los sucesos que fijaban en ese momento la atención del mundo hasta llegar a aconsejar: “Se trata de lo que yo llamaría la expansión del campo de lo posible, nunca renuncien a eso”. Hoy sobra decir que la mayoría renunció a aquella necesaria aventura y eludió los hallazgos legados por el sueño.
“Todos somos judíos alemanes” habían escrito los estudiantes en la Sorbona para luego emprender una de las marchas más fraternales y crepitantes de la revuelta parisina, y gritando esa consigna realizaron un simbólico acto de venganza histórica, y aunque “Exagerar es el arma” como propuso el grafiti de la Facultad de Letras, podríamos concluir –con la ventaja de estas cuatro décadas– que desgraciadamente no todos somos judíos alemanes, porque hemos visto que la mayoría olvida, y que ese olvido no es sino el triunfo de la traición a nuestra condición humana, a nuestra etnia, a nuestra clase, a nuestro credo vital.
El poder cuenta desde siempre con los espurios beneficios de la amnesia, estimula la necesidad, tiñe nuestras dependencias, nos niega la opción del placer que Marcuse –brújula filosófica de la insurrección estudiantil– oponía a esta sociedad unidimensional y acrítica. “Prohibido prohibir” y “Decreto el estado de dicha permanente”, son dos lemas forjados en aquel entonces por algunos poetas anónimos en la Facultad de Ciencias Políticas, dejando a la lúdica toda la fuerza de la ternura transformadora.
Grandes escritores entraron súbitamente en la vida de los habitantes parisinos. La poesía era escrita en los muros y la ciudad se convirtió en una especie de libro que se leía al caminarla, al recorrerla en metro o autobús. La ciudad fue un libro errante que traía todas las mañanas nuevas frases que modificaban lo consuetudinario. Y entonces el eterno retorno de Nietzsche hizo su advenimiento cuando alguien escribió en el Odeón su perturbador pensamiento: “Es necesario llevar en sí mismo un caos para poner en el mundo una estrella danzante”. Y en Nanterre otra mano anónima recobró para los comunes ciudadanos la fuerza indómita de Shakespeare: “Hay método en su locura”, brillante paradoja dedicada al príncipe Hamlet. Y el final de Nadja de André Breton encontraría también su pared virginal: “La belleza será convulsiva o no será”. Porque allí, en la comunicación extensiva de los muros este movimiento magnífico y transparente, adquiría toda la contundencia asumida en la frase de Schiller: “¡A la libertad por la belleza!”
Así la imaginación como pedagogía era impuesta por unos repentinos locos que se tomaban las calles con un aerosol y que luego construirían numerosas barricadas entregados a la nostalgia libertaria de la Revolución Francesa: “La imaginación no es un don, sino un objeto de conquista por excelencia (Breton)”, escribió algún alumno del Liceo Condorcet. “La imaginación toma el poder”, deseo tan pueril como pertinente. Y el emblemático: “Sean realistas: pidan lo imposible”, conforman la selecta antología de aquella muroteca lírica.
Y el humor encontró su tributo: “Soy marxista de la tendencia Groucho”; “Inventen nuevas perversiones sexuales, ya no puedo más”; “Amaos los unos encima de los otros”; “Estamos tranquilos: dos más dos ya no son cuatro”; y “Durmiendo se trabaja mejor, formen comités de sueños”; hacen parte de las creaciones verbales reiteradas por los cronistas de ese tiempo singular.
Pero como una de las características del sueño es su contagio, pronto comenzó la emulación planetaria y la pesadilla reinó. El 2 de octubre de ese mismo año Ciudad de México padecería el episodio de Tlatelolco, cuando el presidente Díaz Ordaz llevó a cabo la masacre de tres centenares de personas, sin que de nada sirviera el conjuro que alguien escribió en la Facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma: “¿Cuándo volverás, Zapata?”
Desde entonces el grafiti demostró en todas las latitudes su poder de resistencia. Durante la invasión a Praga un perseguido escribió la luminosa sentencia: “¡Despierta Lenin, el mundo se ha vuelto loco!”, que se convirtió en grito multitudinario cuando las tropas rusas invadían la bella ciudad con el propósito de detener el movimiento libertario gestado durante la emblemática primavera. Posteriormente todo el planeta podría leer en las fotografías testimoniales el terrible “Ellos ganarán”, que algún checo escribiera sumido en el desasosiego.
Luego, durante las dos últimas décadas, vimos surgir una nueva e inocua profesión: la del grafitero, el cual como comprobación de la decadencia de nuestro tiempo, abandonó la elemental herramienta de la palabra y se dedicó a una especie colorida de comic, de letras tridimensionales, signos extraños, pero ajeno a todo contexto político y liberador; y la condición de protesta furtiva contra el establishment se diluyó a tal punto que en varias ciudades del mundo (como en Barcelona) y en numerosas universidades de todos los continentes, existen muros destinados al “grafiti legal”. Así hemos admitido la frivolización de la protesta, la crítica por obligación o divertimento, la extraña institución de lo que antes era perseguido. Ya nadie recordaría que una frase pintada en una pared con letra trémula había podido enfrentar a un ejército.
La poesía se fue de las calles y volvió a su lugar secreto, al libro y a las más excelsas manifestaciones artísticas, de donde es imposible saber cuándo volverá a escapar. Y ya no se podrá decir: “Heráclito retorna; abajo Parménides”, como en ese París convulso; ni como decían los muros en la Bogotá de los setenta y en tantas ciudades latinoamericanas: “Mi mamá me mimaba hasta que la desaparecieron”; o “La esperanza es lo último que se perdió”; o el metafísico “Siempre buscaremos eso”; y ni siquiera la frase escrita en la Universidad Nacional de Colombia en una época de sobresaltos y persecuciones: “Me pone el sistema nervioso”.
Por ahora desconocemos si los muros enmudecidos (por panfletos obvios y seudo arte) recobrarán su fulgurante factor de resistencia, si la palabra poseída los sacará de su letargo de décadas, porque cuando esto ocurra la poesía se desatará para asaltar la petrificada realidad y entonces será venturoso decir de nuevo: “Locura, no invoco tu nombre en vano”; pero mientras tanto debemos festejar que recientemente alguien en un muro céntrico de Bogotá, escribió su grito solitario como una forma de iluminadora esperanza: “¡Despierta Marcuse, el mundo se ha vuelto cuerdo!”



El comercio de la traición
Por Gonzalo Márquez Cristo * E-mail: comunpresencia@yahoo.com
Si el siglo XX fue denominado por Camus el siglo del miedo y en el famoso tango de Santos Discépolo (“Cambalache”) fue descrito como una edad de valores alterados, de absurdas convicciones invertidas, el XXI se vislumbra como el tiempo que comercia con la traición, que mercadea con el sufrimiento, la miseria y la fatalidad, que se ha lucrado de nuestra degradación planetaria.
Le hemos puesto precio a nuestro limo interior, al excremento moral, a nuestra catástrofe metafísica, a nuestra devastación. La truculencia, lo monstruoso, lo criminal se ha convertido en una rica veta de oro. Y si el siglo pasado inventó en los campos de exterminio crueldades inimaginables, nosotros pondremos en venta todos los tristes jardines de nuestras miserias y pagaremos profusamente lo más oprobioso de nuestra condición “inhumana”. Auschwitz, Treblinka y Hiroshima serán en el futuro más visitados que Magic Kingdom y más admirados que el Partenón o la Venus de Milo, y nada saldrá ileso de la nefasta transvaloración que globalmente ha sido emprendida.
En el Círculo Noveno del Infierno de La Divina comedia, y para ser más exactos, en el recinto donde el castigo es insuperable, el gran poeta Dante Alighieri condenó a quienes habían cometido el acto más ruin imaginado por el hombre: la traición, cuyas penas variaban desde permanecer inmersos en el hielo (castigo para los traidores a sus parientes, a la patria y a sus huéspedes), hasta ser masticados por Lucifer, ese monstruo pintorescamente soñado por el florentino con tres cabezas y seis alas; quien torturaba incesante a Judas, a Bruto y a Casio entre sus sendas fauces. En tanto, para el oscuro “hombre” de nuestra contemporaneidad, la traición se ha convertido en una rentable mercancía, y permanentemente estimulan esa opción entre nosotros con el fin de honrar al dios Oro, al único al que seguimos construyendo templos en todas las ciudades del orbe.
Lo que revestía de gravedad y en ocasiones era tabú para las tribus, lo que consideraban inmoral o pecado irredimible los espíritus religiosos, lo que era interdicto en todas las culturas de la Tierra, se ha convertido hoy casi en altruismo, y es así como intentamos devastar todas las lealtades, y como la traición se mercadea en las esquinas y goza de un prestigio inédito, a veces redentor. El artilugio de la delación tan implementado en el oeste norteamericano se generalizó, y el furtivo vaquero para quien los alguaciles ofrecían en carteles recompensas bajo el clásico letrero: “se busca”, es un sombrío y perseguido protagonista de la contemporaneidad. En una película de Sergio Leone, emblemática dentro del género Western, leemos al comenzar las inolvidables palabras. “cuando la vida no valía nada la muerte a veces tenía un precio”; y es importante ahora constatar, que para que la vida no valiera nada hicimos extraordinarios esfuerzos, rebasamos todos los límites, tantos que la muerte goza de los mejores precios, comenzando por la guerra que genera un tráfico desmesurado de armas, por las pandemias que lucran a los criminales laboratorios de medicamentos y, desde luego, por la traición.
Y lo más funesto es que no sólo reivindicamos la delación o el espionaje al interior de las organizaciones delictivas, como se proponen los estados en su supuesta lucha contra el crimen, sino que el ardid es festejado como artificio de enriquecimiento, y como si no fuera suficiente: toda penetración en la intimidad de las vidas privadas, toda vulneración de nuestro secreto vital ha adquirido un excesivo precio en metálico. La intimidad es expuesta, los paparazzis pululan, la industria del chisme prospera, nuestra vida personal ha sido ávidamente comercializada, la humillación fue convertida en espectáculo. Los estados, sus organismos y la estructura televisiva nos animan a traicionar, y ya vemos que este verbo tan repudiado por nuestros antepasados hoy ha adquirido connotaciones casi caritativas.
La lealtad, que es una forma de amparar el secreto esencial de la existencia, y todas las reservas impuestas, son blanco de una guerra sin precedentes. Le hemos dado la vuelta a la espiral soñada por Dante y los traidores ya no padecen los dientes afilados de Lucifer sino que, al menos en teoría, gozan de un paraíso donde la fortuna está garantizada y donde pueden incluso cambiar de identidad, iniciar en otra patria una vida próspera, volver a nacer aboliendo su prontuario de crímenes.
Una cultura que estimula la traición en todos los órdenes, no sólo en la estructura delincuencial, sino también en la cotidianidad del melodrama y los concursos televisivos, instándonos a degradar la amistad y el amor, y a vender su noble raigambre, es una cultura derruida. La sociedad remplazó sus principios por fines infames. El “secreto” que en tiempos sublimes tenía valor por ser celosamente conservado y valía por el coraje de aquellas personas que lo protegían –como ocurría entre los miembros de la Resistencia para nombrar un ejemplo categórico–, ahora bajo la orfandad moral, vale siempre y cuando pueda vulnerarse. El silencio ha sido violentado, su poder de alianza fue envilecido por los comerciantes de estiércol, por los traficantes de nuestras heridas.
Hemos visto la propaganda que alienta a traicionar a los jefes de columnas guerrilleras, a míticos bandoleros y a los líderes de grupos armados donde se ofrecen millonarias sumas; contradictoria filosofía para combatir la infamia, donde se esgrime la delación como filantropía. También espacios televisivos que mercadean la miseria de los ingenuos participantes, llevándolos a revelar su intimidad, obligándolos a vender a sus familiares y amigos por un puñado de dólares. En forma sistemática nos obligan a delatar y a traicionarnos. Caminamos sobre una cuerda floja ética. Suponen que el crimen se torna positivo al ingresar a un cotizado comercio y a su extendido festejo social. El lema de la Revolución Francesalibertad, igualdad y fraternidad, se encuentra en peligro, no sólo en sus dos primeros postulados –como todos sabemos–, sino también en lo relativo a la hermandad entre los habitantes del planeta, pues ésta aborrecible cultura nos impone una “cainización” del mundo, la peligrosa y totalizante vindicación de Judas.
Asombrosamente y sin reparos lo hemos vendido todo a cambio de un espejismo. A nuestros amigos. Nuestros líderes. Nuestros hermanos. Nuestra desnudez. Nuestra patria. Nuestra tribu. Nuestras ideologías. Nuestra lengua. Nuestros dioses. Nuestra intimidad y, terriblemente, nuestra angustia y nuestra miseria. Las cloacas y las psicopatías más repulsivas encuentran sus avezados agentes en este sistema que se reinventa en su inmundicia. Lo más sórdido se comercia en todas partes y el reino de la fraternidad se ha vuelto inencontrable.
La traición es nuestra fe, la delación nuestra creencia. La subasta de la ignominia no se detendrá porque el hombre ha emprendido su exilio sin retorno. ¿Cuál es ésta nueva y denigrante creatura que hoy puebla la Tierra?

La nueva esclavitud
Por Gonzalo Márquez Cristo *
E-mail: comunpresencia@yahoo.com
Hemos construido una civilización a la medida de nuestras pesadillas. Mientras el 40% de los habitantes del planeta vive en la miseria y nuestras convicciones han sido planificadas desde los núcleos de poder, somos castigados sistemáticamente por una culpa que no hemos cometido, y como si fuera poco, sabemos que el Gran Hermano vislumbrado por Orwell en su novela 1984 no cesa de vigilarnos.
Kafka, el gran cronista de la contemporaneidad, nos había prevenido de la opción de convertirnos en abyectos insectos, y de la aún más terrible posibilidad de ser condenados por un crimen jamás cometido, pero poco dijo de la tiranía de las “verdades” impuestas.
Nuestro tiempo se ha caracterizado por instaurar formas de dominio más sutiles y opresiones más patéticas que aquellas que campeaban en siglos anteriores; pues es evidente que los esclavos de la antigüedad conocían su ignominioso destino, mientras que los de la contemporaneidad ignoran su condición ultrajante. Una extraña venda se ha posado sobre nuestros ojos. “¿Qué nos está pasando ahora?”, dijo Kant en 1784; pregunta hoy más necesaria que nunca.
Los monopolios de la imaginación con sus industriosas trampas sensibles han decidido nuestra ingenua confianza en sus “verdades” diseñadas. El soma del que habla Huxley en Un mundo feliz, es dosificado a nivel planetario irradiando su amnesia, mediante una nueva taumaturgia.
No sólo los trabajadores sufren una esclavitud manifiesta, atemorizados por poderes hiperreales y por discursos excluyentes, sino los desempleados o las víctimas que impone la sociedad para hacer creíble la ilusión que la sustenta. Pues si existe el memoricidio, si una estrategia a-crítica es generalizada y producida por el enjambre mediático, si nuestra mente es el blanco de una cultura que propone un diluvio de imágenes que impide ver el horizonte, es sin embargo necesario afirmar que el olvido no es feliz como se insinúa en la novela de Huxley, pues esta desmemoria que hemos construido incuba una devastación interior nunca deleitosa.
No deja de ser contradictorio que la civilización que más ha impulsado la individualidad en la Tierra, con sus hordas de nuevos esclavos que jamás serán libres porque hilos secretos controlan sus banales deseos, sea la que esté poniendo en crisis al individuo, borrando sus fronteras, haciendo desaparecer su rostro lustral.
El individuo vive su agonía, se ha industrializado su existencia. Todos los habitantes del planeta deben pensar aquello que deciden las multinacionales televisivas y los periódicos más influyentes. Todos debemos viajar a los mismos lugares y vestirnos según la imposición de los centros de dominio, prescindiendo de la comida lenta y de las bebidas excluidas por el espejismo publicitario. Todos debemos escuchar la misma música inocua y celebrar su arte domeñado, apreciando cómo las generaciones más jóvenes, ni siquiera se plantean la opción inversa, un salto fuera de su sombra, un interregno de rebeldía. Hemos exilado a Prometeo.
La nueva esclavitud extiende sus dominios. La publicidad ha demostrado ser uno de los medios de dominación más sutiles y peligrosos. La televisión, y todo aquello que comienza como un milagro, ha terminado por imponer sus entorpecedores grillos, y la hemos visto desgastar el asombro. La excesiva y trivial información nos ha incomunicado, y es así como nadie recuerda los eventos trascendentes, nadie vislumbra lo que ocurre tras las bambalinas del hecho histórico, y por eso hemos quedado indemnes, sin armas eficaces para contener el advenimiento de los nuevos inquisidores.
Un unanimismo se cierne en el horizonte y parece no dar tregua. Vivimos la Edad del Cíclope. No deja de ser temerario que en esta Era de gran pobreza humanística todos nos hayamos convertido en Nadie, pero al contrario del episodio Homérico: ninguna argucia nos hará contener la proliferación de los seres de un solo ojo.
Vivimos un tiempo desintegrador. El comercio de la “verdad” es degradante. Hemos llegado a un punto de servidumbre en el cual la única libertad de prensa estaría en la abolición de los grandes medios que tantas veces determinan el rumbo de los países, la libertad de credo en suprimir las terribles religiones del Libro, la libertad sexual en abolir la pornografía hasta en sus más sutiles representaciones, y la libertad política tan sólo podría hallarse suprimiendo esa mentira que llaman democracia. Fuimos conducidos al límite.
Sin embargo el engranaje del poder es insaciable, y como lo soñó el visionario Charles Chaplin, todos seremos devorados por las máquinas y peor aún por las pantallas, por sus tornasoladas fauces, y por un discurso que se podría denominar “cautivo”. La contienda por la verdad ya no es teológica sino que corresponde a esos dioses de paso, a esas deidades efímeras que son las actrices, los deportistas o los cantantes de rock, y a los tiranos, que como Narciso, naufragan en su lago, pero muy lentamente, porque ésta vez no se ahogan en pozos de agua sino de cristal líquido.
En tanto, el espíritu religioso –ese experto en exterminios–, continuará afilando sus armas desde los órdenes políticos para que sus adeptos sigan atemorizando al planeta, pero esta vez operan sigilosos. La Nueva Inquisición no necesita de los monjes Sprenger y Kramer ni de su Malleus maleficiarum (Martillo de las brujas), y ni siquiera de los artificios que emprendían los verdugos para la imposición de la hoguera respaldados en su ruin tráfico con la verdad, pues hoy tan sólo necesita de la contundencia mediática y de una palabra: “terrorismo”, la que desde 2001 legitimó todas las atrocidades en su desbandada patológica.
Estamos en el tiempo en el cual somos condenados sin pruebas, ejecutados sin juicio y sabemos que será muy difícil retomar el rumbo que nos lleve a destruir esta nueva esclavitud que se extiende en todo el planeta, y que debemos inventar algo en las esferas de la imaginación y del lenguaje para impedir la marcha de los nuevos e invisibles inquisidores que avanzan inexorablemente hacia nosotros. Y quizá, la única posibilidad que tenemos, como lo afirmó Foucault, será la de forjar un nuevo régimen de “producción de la verdad”, pues sólo desprendiendo la verdad que sustenta las formas de dominación usuales podremos denunciar el engaño generalizado. La sociedad es un acervo de fuerzas legitimadas por seductoras creencias, por certidumbres que casi siempre tiranizan y esconden una cruel farsa, y se hace imperativo urdir una estrategia que culmine en su develación.

Pero mientras tanto, veremos con Nietzsche, crecer los desiertos.

La droga y lo divino 
Por Gonzalo Márquez Cristo 
E-mail: comunpresencia@yahoo.com

«Oh justo, sutil y poderoso opio!... ¡Sólo tú proporcionas al hombre esos tesoros, tú posees las llaves del paraíso!», había exclamado Thomas De Quincey –mucho antes, como se supondrá–, de la visión policiva impuesta contra la droga por los Estados Unidos, donde impera como siempre una doble moral y un trasunto económico.
Que el paraíso se encuentre en la droga como lo propone De Quincey en el párrafo antes citado (Confesiones de un inglés comedor de opio, 1822), o que el etnólogo George Dumézil haya pensado que todas las religiones son producto del efecto de los alucinógenos por parte del hombre primitivo, y que, aún más, un genio como Robert Graves –quien era considerado sabio incluso por Borges– reflexionara en el mismo sentido, hasta llegar a concluir, en El segundo nacimiento de Dionisos, que del consumo del bello hongo rojo de puntos blancos (Amanita muscaria) usado como decoración navideña en todo Occidente, derivan las visiones celestes de todas las religiones, no deja de ser asombroso; pero sí es increíble pensar que esta fuente germinal de paraísos se haya convertido en uno de los más abyectos y rentables negocios que ha inventado la contemporaneidad.
Es conocido por todos que la matemática de este comercio siniestro deja su saldo en rojo en los países productores, peyorativamente llamados del tercer mundo, que en verdad cada vez están más cerca del otro mundo, o del inframundo para ser explícitos, como pretende la voraz política de naciones imperantes en el globo.
Según la OMS (2002), un 12% de los fallecimientos que suceden cada año en Europa se deben a sustancias autorizadas (el 8,8 por ciento al tabaco y el 3,2 por ciento al alcohol), frente a sólo un 0,4 por ciento ocasionado por las ilegales: cannabis, anfetaminas (incluido el éxtasis), cocaína, opiáceos, etc. De los 27.829 homicidios registrados en Colombia durante el año 2002, se cree que el 34% fueron crímenes derivados del narcotráfico (aproximadamente 9.000) y se encuentran más de 15.000 colombianos detenidos en el exterior por esta misma causa; mientras en el México colombianizado, durante el año 2006 (datos CIDE), ocurrieron 2.000 muertes derivadas de las pugnas entre los Carteles; sin embargo las provocadas por sobredosis no sobrepasan en cada país el centenar.
La diferencia es gigantesca, y como es lógico, la cuantiosa cifra de las personas asesinadas por las mafias no puede compararse con la de las víctimas de sobredosis de alguna de estas drogas que por ignorancia son llamadas estupefacientes (sustancia que hace perder la sensibilidad), o narcóticos (otro equívoco de la legislación policiva pues el término alude a una sustancia que adormece; y quienes conocen la cocaína hallarán de inmediato la contradicción). Es conocido también que el 84% del dinero de la cadena del narcotráfico se queda en Estados Unidos o los países europeos y sólo el 16% llega a los territorios productores como Colombia, para fortalecer allá la economía de los países consumidores, y aquí a las pequeñas hordas de traqueteros y otros seres de costumbres estridentes y delictivas; además –es necesario decirlo–, de financiar a paramilitares que han decidido que nuestros ríos sean sólo navegables para los cadáveres; y a los guerrilleros que sueñan todavía con minar la estructura del imperio norteamericano con la mejor cocaína del mundo. Sobra agregar que esta ola de sangre no puede ser detenida mientras existan intereses económicos protegidos por legislaciones de doble moral, y mientras el precio de un gramo de cocaína en Colombia se multiplique por 40 en Estados Unidos y por 300 en Nueva Zelanda. A juzgar por las estadísticas, el dinero –y su ambición– será siempre más criminal que el poder originalmente sagrado de estas sustancias psicoactivas.
Que las plantas otrora sagradas (hongos, canabis, peyote, opio, datura, yagé, ololiuqui, sanpedro, coca…) con las cuales el hombre se comunicaba casi telefónicamente con los dioses, con el poderoso y fascinante argumento de que el cambio del ángulo de percepción es definitivo para la sabiduría, se hayan convertido en el vil comercio propiciador de desconocimiento y rapacidad, planteado al comienzo, no puede sorprendernos; pero sí el hecho de que éste vehículo cuya existencia es tan antigua como la cultura, y más que eso, clave de ese descubrimiento del más allá que fundó para muchos investigadores el espíritu religioso y la trascendencia artística, se haya convertido en la clave sustentadora de la novela negra que parece ser hoy por hoy nuestra sociedad
Es sabido que los dioses se convierten en demonios, y que las deidades del opio, del teonánacatl o de la coca, son creaturas proscritas, pero debemos recordar que durante la década del cincuenta, en forma consecuente, algunos quisieron recobrar la fuente primitiva de este diálogo divino, guiados por los grandes poetas: Gautier, Baudelaire, Rimbaud, Michaux; por los escritores norteamericanos Edgar Allan Poe, y por supuesto por Aldous Huxley, quien había dicho genialmente a partir de su experiencia con la mezcalina: «Si las puertas de la percepción quedaran depuradas, todo se habría de mostrar al hombre tal cual es: infinito».
Jünger, Benjamín, Cocteau, Burroughs, Malraux, serían sólo algunos de los numerosos artistas que emprenderían sus ceremonias de conocimiento. Pero las drogas de este nuevo milenio han prescindido de sus ritos y al parecer hemos echado cerrojos en todas las puertas posibles para encontrar el paraíso. Lo que era sagrado se ha convertido en una cruenta fórmula de usura o en un simple pasatiempo. Los rituales fueron arrasados. Y aunque el hombre intentará escapar –como lo ha hecho desde siempre–, encontrar el olvido o simplemente percibir de otra forma, mucho más reveladora quizá –desarreglando los sentidos como decía Rimbaud–, la cultura del lucro se sigue imponiendo con su incesante río de sangre.
Por eso cada vez es más urgente recordar las categóricas palabras con las cuales el poeta mexicano Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura, en una entrevista que realizáramos para la revista Común Presencia en 1992, se declaraba a favor de la legalización de la droga:
«Ustedes los colombianos no han podido escapar a la violencia de su país... Conozco en parte las caras de esa desgarradura, la del narcotráfico, la del hambre y las desigualdades sociales, la de los grupos paramilitares... Pero lo que más me produce desolación es la debilidad política de nuestros gobernantes. Sin duda, lo único que puede suprimir esa violencia decretada por el tráfico de drogas es su legalización. Algunas veces lo he dicho públicamente... Y me parece increíble que los artistas más reconocidos de Latinoamérica no presenten enfáticamente la necesidad de la legalización. ¿Por qué los escritores no se comprometen contra una historia que debe ser desviada? Por favor digan esto allá, es importante que lo digan en su país y en todas partes: yo me pronuncio a favor de la legalización de la droga, y espero que esto sirva de algo. Ojalá fuese un punto de partida para el diálogo, y para hallar un dique contra ese río de sangre que los azota, y que nos fustiga también a los mexicanos».
No es necesario agregar más. Es importante que entrado el siglo XXI se reviva el debate, que no caigamos en el artilugio de despenalizar legalizar, que recordemos que para la fundación de la cultura fue esencial el conocimiento de estas mágicas sustancias que la modernidad ha des-ritualizado, que tenían connotaciones místicas y proféticas, que hacían parte de ceremonias de alianza divina, y por eso nos parece legítimo exigir que el control sobre la droga lo ejerzan las instituciones médicas y no las mafias y la policía corrupta, porque como diría José Saramago, ya es tiempo de esforzarnos por legalizar la droga, aunque primero –lo cual es incuestionable– debamos esforzarnos por legalizar el pan.



Palabras para el Apocalipsis
Por Gonzalo Márquez Cristo


Cuando el 40% de la población mundial se encuentra en la miseria y en África el índice de mortalidad infantil es del 33%, cuando en Zambia y Zimbawe la esperanza de vida es tan solo de 42 años mientras en Botswana el 24% de la población padece de sida según los más recientes datos del PRB (Population Reference Bureau), tenemos que afirmar que el fin del mundo ya ocurrió y que sólo optimistas como los Mayas aún sueñan con un apocalipsis que se producirá según sus profecías el próximo 21 de diciembre.
Cuando hemos asistido a guerras donde toda posibilidad épica fue reemplazada por la inhumana opción del exterminio, donde incluso la abolición de la identidad que pretendieron los gobiernos más absolutistas recayó sobre nuestros huesos –como lo demostraron los serbios al triturar los restos de sus víctimas con aplanadoras, para luego mezclarlos con el patético fin de arrasar toda seña particular–; cuando los gobiernos de los países adelantados invirtieron en 2008, durante la pasada crisis financiera, 17 trillones de dólares para salvar el sistema bancario, lo que según el gran economista Manfred Max-Neef habría bastado para eliminar el hambre en el mundo durante 600 años, y cuando países como Colombia y México sufren una violencia incontenible producto de la prohibición de la droga, que en forma paradójica ya empieza a ser legalizada en Estados Unidos, no es posible seguir sosteniendo con nuestra característica arrogancia científica, que el poder visionario de esa cultura que predijo los eclipses que sucederían durante el siguiente milenio haya fracasado.
Cuando los fundamentalismos cruentos y las tasas enormes de desempleo aumentan, cuando el recalentamiento global emerge ante la indolencia de los países desarrollados que son los que más contaminan, y cuando la discriminación y la desigualdad económica es cada día más rampante, no podemos afirmar que el pueblo que concibió el Popol Vuh, construyó el maravilloso observatorio de Chichén Itzá y adoraba a Kukulkán, estuviese equivocado.
Cuando debido al desenfreno tecnológico hemos presenciado durante las últimas décadas la aparición del alienígena oriundo del ciberespacio, de aquella creatura que ya reina entre nosotros multiplicando nuestra soledad, y cuando hemos comprobado que todos los inventos que hacemos para liberarnos terminan esclavizándonos, no es prudente desconfiar de una sabia civilización que construyó un calendario más exacto que el actual y que si no inventó la rueda –como lo critican con soberbia los adalides del progreso–, fue tan solo porque en la selva esa herramienta les era innecesaria.
Cuando padecemos la temeraria fragmentación del mundo y defendemos algunas especies animales aunque no nos interese salvar a las 3.000 millones de personas que viven en el sobresalto de la miseria en los países subdesarrollados, cuando el arte fue reducido a entretenimiento y advertimos que el lenguaje se encuentra amenazado por un dialecto planetario impuesto por la Internet, donde algunas de sus palabras comienzan a agonizar, y con ellas varios de nuestros pensamientos; y cuando el lector tradicional es también un ser en peligro, porque las nuevas tecnologías lo condenan a un constante asedio de mensajes inútiles y noticias fantasmagóricas por la Red; es decir cuando vivimos la consagración de lo efímero y somos incapaces de inventar textos o imágenes que puedan producir memoria, debemos recordar que las profecías mayas no podrán todavía ser impugnadas.
¡Feliz apocalipsis!



Réquiem por el libro virtual
Por Gonzalo Márquez Cristo

Quienes profetizaban el fin del libro físico parecen retractarse al advertir la prematura agonía del arrogante usurpador electrónico que apenas promedia su primera década, cuya existencia se hace ridícula si pensamos que su humilde antecesor cumplió cinco milenios de edad (de aceptar al papiro como origen) o quinientos años si reconocemos al infortunado Johannes Gutenberg como su mecánico demiurgo.
De los manuscritos que los egipcios elaboraban en la lámina del Cyperus papyrus (estremecida estrella vegetal), al pergamino (cuyo nombre deriva de la ciudad de Pérgamo, vecina de Troya), o a la vitela fabricada de la dermis de animales, y luego al aún invencible papel (cuya invención es atribuida al eunuco chino Cai Lan del siglo II), el hombre ha ido cambiando el soporte para fijar su escritura con la intención de hacer más perdurables sus pensamientos, sus compromisos sociales y desde luego sus despiadadas usuras; pero jamás había optado por un medio tan efímero como la tinta electrónica, reciente espejismo, que según sabemos depende del lucro como tantas invenciones –al exigirle al usuario incesantemente renovar sus aparatos o programas–, que siempre animan formas de exclusión o tiranía, y que como demostró Levi-Strauss, parece ser la terrible condena que subyace en el conocimiento.
Mientras el artefacto digital ya casi culmina su meteórico rumbo, al ser asimilado por las Tablet y otros artilugios que contienen recursos incontables como los “teléfonos inteligentes”, se hace necesario recordar que Gutenberg construyó la imprenta a partir de una elemental prensa de uvas (es decir bajo el signo de Dionisos), lo cual alude en primera instancia al placer de la lectura y posteriormente al reino de la embriaguez creativa, razón tal vez por la cual su ingenuo forjador fue víctima de sucesivos timos, que como es sabido determinarían su injusto y menesteroso destino.
El libro, tal como conocemos a ese paralelepípedo cuyo nombre deriva del latín (“corteza de árbol”) y su estructura del Códice (grandioso diseño que sustituyó al enrollado papiro por el conjunto de hojas cosidas), es un instrumento de delgadas láminas mágicas usado para honrar la imaginación y sin duda para “rememorar” como lo pensaba agudamente Platón en el Fedro.
Pues la memoria, que antes de la invención de la escritura dilataba nuestra existencia, comenzó desde la propagación de los grafemas a ser saqueada sistemáticamente, y así como el descubrimiento del fuego nos proveyó desde épocas remotas de un estómago exterior, la invención del libro y, en forma más categórica, del computador, nos ha provisto de una mente más allá de nuestro cuerpo –con las terribles implicaciones que esto tiene para nuestra existencia–. Es decir que la memoria vulnerada por la irrupción de la escritura, con los febriles avances tecnológicos de nuestra época, ya transita su instancia agónica.  
Y por tanto los desarraigados viajeros del futuro en que nos hemos convertido, ya no podremos recordar ni las opresiones, ni las ausencias, ni los desgarramientos ocurridos en el pasado próximo, que fertilizaban nuestra vida, y mucho menos los breves asaltos del paraíso que emprendíamos en las noches de luna, porque hemos sido víctimas de un gran arrasamiento, y todos los recuerdos se disponen a migrar.
Aunque el destino del libro –de aquella memoria e imaginación congelada–, enfrenta desde hace décadas una reflexión apocalíptica, durante los últimos años pareciera orientarse a las mutaciones del objeto, a la simpleza argumental de su soporte, cuando antes había sido planteada con mayor profundidad por filósofos como Jacques Derrida, quien en De la gramatología (1967), indagó en la fuente de su connotación más venerable, denunciando la degradación de la “escritura natural o divina”, reemplazada por una “inscripción humana, finita y artificiosa”, concluyendo que nuestra “escritura representativa, degradada, secundaria, instituida, es letra muerta y ahoga la vida”. Es decir que a partir de los libros supuestamente escritos por dioses pasamos a las palabras fijadas por hombres, construyendo una necrópolis lingüística que nos constriñe, empobrece y tiraniza.  
Roland Barthes ese mismo año, en La muerte del autor, sobreponía la obra sobre su artífice, la escritura sobre la literatura, y sentenciaba que: “El nacimiento del lector se paga con la muerte del autor”; penetrante análisis que en retrospectiva legitima el asalto de un dios falible.
Y como es sabido Michel Foucault apoyando esta perspectiva, en Qué es un autor, que data de 1969, explícito tributo a Beckett, sentenció algo complementario: “La obra que tenía el deber de aportar la inmortalidad ha recibido ahora el derecho de matar, de ser la asesina de su autor”. Para concluir: “La marca del escritor ya no es sino la singularidad de su ausencia, le es preciso ocupar el papel del muerto en el juego de la escritura”, pues ya no importa quién habla. Y no podemos olvidar que cuando el texto se libera de su hacedor se instaura un riesgoso indeterminismo, porque la escritura ya no es concebida para salvar a Sherezada sino para aniquilar con sus artilugios las señas de identidad de quien la anima, a veces llevándolo hasta la tortura o el exterminio, como lo supieron los Románticos Alemanes y los Poetas Malditos.
Estamos entonces ante la supremacía del texto, que se libera no solo de su autor, sino como lo hemos comenzado a padecer, del mismo libro, y además nos enfrentamos a la instauración de una espuria forma de la lectura, más sorprendente que la experimentada cuando hace siglos se asumió su ejercicio mental, mientras en forma aciaga contemplamos la evanescencia del lenguaje que permanecía disecado en la página, imbuido de grandeza.
Años antes, Marshan McLuhan en La Galaxia Gutenberg (1962), planteaba algo de gran importancia para desentrañar este acontecimiento de enormes implicaciones, comparando a la tipografía con el cinematógrafo: “El lector mueve la serie de letras impresas que tiene delante, a una velocidad adecuada para la aprehensión de los movimientos de la mente del autor… Gradualmente, la imprenta fue quitándole sentido al acto de leer en voz alta y aceleró esta práctica hasta un grado en que el lector podía sentirse en las manos del autor”.
Sin embargo esta conocida reflexión de McLuhan no alcanzó a prever que el lector engendrado por nuestra era virtual jamás se siente en manos del autor, porque su ejercicio es discontinuo, fragmentario, y constituye ya la horda global que practica el interruptus legere, y así este reciente espécimen es el producto de una abortada metamorfosis, permanentemente expuesto a los mensajes e interferencias que sin cesar lo arrebatan del texto que se exhibe en su ordenador: lector voluble, infiel, parasitario, falsificado...
Por lo tanto si hace medio siglo la idea del fin del libro era propuesta por algunos pensadores visionarios, desde hace una década nos tocó asistir a un similar y empobrecido vaticinio desde la esfera de la tecnología. En un ensayo que data de 1983, Borges había dicho que era necesario: “Mantener el culto del libro porque todavía conserva algo sagrado, algo divino”; continuando así su disquisición: “Pienso que el libro es una de las posibilidades de felicidad que tenemos los hombres. Se habla de su desaparición; yo creo que es imposible. Se dirá qué diferencia puede haber entre un libro y un periódico o un disco. La diferencia es que un periódico se lee para el olvido, un disco se oye asimismo para el olvido, es algo mecánico y por lo tanto frívolo. Un libro se lee para la memoria”.
Y aunque ese pensamiento de Borges expresa algo arbitrario como tantas de sus provocadoras sentencias –me refiero a la comparación con el disco–, también se opone, como ya lo hemos referido, al criterio de Platón sobre la memoria; pues debemos insistir en que este filósofo griego señaló mientras reflexionaba sobre el riesgo de escritura, la posibilidad de recordar tan sólo a partir de un lenguaje estático, olvidando la verdadera existencia.
Entonces si el libro como objeto pasa en nuestro tiempo por una de sus mutaciones menos totémicas, es notorio que como esencia también: ni un dios escribe los libros como en la antigüedad, el clásico lector se encuentra bajo asedio y –lo que es igual de desolador– ni siquiera el insuflado autor puede ya dar testimonio de su existencia.
Así el conocimiento se hace fragmentario en las nuevas formas de lectura, y lo sagrado no se manifiesta en un ordenador, por prescindir del ritual que estaba adherido a la lectura de un cuento o un poema bajo la luz atemorizada de una vela. Y de allí puede derivarse que el soñado “libro total” de los cibernautas adolece de una característica significativa, pues toda obra debe ser completada por el lector, por su imaginación, ojalá en profunda comunión, y jamás podríamos someternos a la tiranía de un autor que nos mostrara fotografías e imágenes de sus escenarios, o al hecho de estar subyugados por la música que se menciona en el texto o a percibir el aroma del cuello de la protagonista, o a contemplar sus ojos de supernova en un audiovisual, pues nos enfrentaríamos ante una radical pérdida de nuestra capacidad intuitiva y reflexiva, o simplemente porque nos hundiríamos en el universo hollado por la cinematografía.
Por tanto ¿qué convicciones nos quedan a quiénes creemos que este amigo centenario de papel merece seguir existiendo? La satisfacción de que el artilugio electrónico nació agónico por estar en el cauce de las más vertiginosas tecnologías y ya se encuentra a punto de ser absorbido o remplazado. La idea extendida de que en este artefacto no se puede conservar el trébol de una tarde memorable. El pensamiento aterrador de que nos convertimos sin darnos cuenta en los bomberos de Fahrenheit 451 y somos los nuevos incineradores de libros, al propiciar una forma falaz de lectura despojada del silencio y del aislamiento que antes accionaba los más secretos recursos de nuestra imaginación. Y seguramente la convicción que poseía el gran arquitecto Antoni Gaudí, pues ahora más que nunca tenemos la necesidad de “buscar formas radicalmente nuevas para ser radicalmente antiguos…”, por lo cual espero que en este momento alguien esté soñando el necesario retorno del papiro y el imperioso renacimiento del ultrajado lector.
Y nos queda también una consigna protectora para aquellos que padecemos la condena de escribir, proveniente Del inconveniente de haber nacido del terrorista de la filosofía E.M. Cioran, aforismo que algunos seres desesperados tenemos ya por amuleto: “Un libro es un suicidio postergado”.

Nada más.   


La crisis de la estandarización
Reflexión sobre la miserable estandarización del mundo, que bajo la directriz de los núcleos del poder económico, ha eliminado especies e ideologías, empobreciendo el pensamiento y las costumbres de la colectividad, hasta imponer una generalizada mediocridad planetaria 
Por Gonzalo Márquez Cristo
Comenzaba el verano de 2006 en Portugal y una manifestación se tomaba las calles de Lisboa con la consigna de proteger algunos frutos proscritos por la Comunidad Europea, cuyo gobierno central determinaba cuáles productos debía proveer el país a la pretendida autosuficiencia continental. Marchamos durante algunas cuadras con el poeta Casimiro de Brito acompañando una horda de seres disfrazados de semillas y de flores. Los manifestantes sospechaban que meses después eliminarían del planeta algunas de las maravillosas ofrendas de la naturaleza a esa bella tierra, preciadas durante siglos, porque existía la imposición económica inobjetable de cultivar una sola variedad de naranja (Tangelo), o una de manzana (Red Delicious), tal como en América Latina y África fuimos condenados a sembrar extensivamente la Palma Africana cuyo vil destino es la fabricación de combustible, y que como se sabe, fue una determinación errática que ha multiplicado el hambre en Nigeria y Camerún, provocando adicionalmente un gran daño a la biodiversidad planetaria.
Cuando el mundo tiende a la estandarización y se impone un patrón global que es el del medio (léase mediocridad) es importante prepararse para un culturicidio.
Cuando todo el planeta viste jean y se alimenta de comidas rápidas, cuando hordas de turistas atraviesan el Museo de Louvre siguiendo la flecha que lleva directamente a la Monalisa –sin detenerse a contemplar ninguna de las otras obras maestras que iluminan ese templo del arte–, cuando El proceso de Kafka parece un dulce sueño al lado de la incomparable pesadilla que ha erigido la burocracia obstinada en detener el mundo, cuando el pensamiento del ciudadano común ha sido secuestrado como lo demuestra la reciente encuesta convocada por History Chanel para elegir al colombiano más destacado de todos los tiempos, donde 400 mil personas votaron por uno de nuestros más aciagos políticos –mientras solo 4.000 lo hicieron por Antonio Nariño o Gabriel García Márquez–, ya no es posible creer en el advenimiento de un tiempo mejor.
Las opiniones, las costumbres y hasta las sensaciones han sido estandarizadas. Aquellas delicias que definían el espíritu de nuestras provincias son apenas materia de las evocaciones románticas pues ya han sido abolidas. Los cultivos transgénicos arrasarán muy pronto las plantas nativas cuya selección no resultó rentable para la voracidad neoliberal, y nos preparamos para sembrar sólo cereales manipulados genéticamente (en detrimento de la calidad) y próximamente para beber –entre otras degradaciones– tequila extraído de un agave modificado, como se informó por los medios, pese a las protestas de los amantes de la planta vivaz.
En un tiempo en que las grandes tendencias son seguidas con devoción por los cazamercados y que todo se produce en China mientras las industrias occidentales han quedado como fantasmales construcciones dedicadas a la abstracción, en un mundo donde las modas culturales se imitan y los direccionamientos del consumo conducen a todos los habitantes a poseer aparatos tecnológicos provistos de los dispositivos necesarios para abolir nuestra intimidad: Redes Sociales, GPS, y todas las herramientas que la Inquisición Virtual ejercida por las potencias o los monopolios de la información deciden imponer, es fácil corroborar que el asesinato del sujeto ha sido consumado.
El “yo soy” debe ser recompuesto. El sujeto (de saber, de poder y desde luego el psicológico) necesita reflejarse, o nacer de la diferencia, y ha sido paradójicamente convertido en espejo. El exterminio de la diversidad es flagrante. Todos los individuos se replican sin encontrar una suerte distintiva, todas las ciudades comienzan a parecerse. En todas partes encontramos similares productos. Los periódicos y noticieros privilegian los mismos insulsos y crueles acontecimientos. Y si excluimos a los ignorantes y perversos políticos que nos gobiernan y a los astros del deporte y la farándula, la única forma en que un ser humano común puede escapar de su destino clonado y acceder a la visibilidad de los medios es por la vía de la violencia, como se corrobora en el matoneo que infesta las instituciones educativas y en los crímenes múltiples que se ejecutan cada vez con mayor frecuencia en los llamados países desarrollados.
Desde el núcleo del dominio se inventó una regulación de la mediocridad que no tiene antecedentes. No en vano nuestra cultura ha sido desahuciada. Las manifestaciones estéticas esenciales agonizan siendo relevadas por el frívolo espectáculo y son los más prestigiosos museos y galerías los encargados de promover sus presencias fugaces. Las editoriales sólo publican obras que cumplen el criterio del entretenimiento o los valores de un positivismo tan perverso como naïf, y la gran industria del cine, hace décadas excluyó toda desequilibrante complejidad de sus filmes.
Y como si esto no bastara, el ensayo, un género que tuvo por ascendiente a Montaigne, también ha sido secuestrado en su medianía, pues la libertad que habita en su etimología latina (que alude a “probar” y a “pesar”), ha sido regulada en nuestros días por una norma foránea, impuesta por la American Psychological Association, que estandariza la imaginación y restringe su especulación crítica, desbroza su ritmo y ocluye las elipsis de este importante género productor de pensamiento.
Todo lo que no ha sido globalizado se encuentra ad portas de desaparecer bajo la “independiente” dictadura del marketing, pero no podemos olvidar que en toda permisibilidad acecha una trampa y que el clamor de libertad siempre antecede a la guillotina. La política, que es uno de los mecanismos radicales de estandarización, impone sus fantoches de turno, su ilusoria democracia, desde un infalible sitial mediático como lo descubriera el Nacional Socialismo.

Y solo nos queda el arte, aquel que no hace concesiones, ni al comercio ni a las modas ni a las ideologías; el secreto, el insumiso...