29/11/07

Amparo Osorio

El tormentoso arte de la muerte
Por Amparo Osorio*
La propuesta de prohibir las corridas de toros que hiciera el alcalde de Bogotá Gustavo Petro hace dos semanas, acompañada de una polémica mediática que muchos conocemos, fertilizó la columna de la poeta colombiana publicada a continuación, donde plantea los matices más degradantes de la fiesta brava.

Demasiadas pasiones acongojan al corazón y es por ello necesario aclarar que enfrentarse a una más, controvertida, temeraria, antiquísima y reverenciada por millares de seguidores a lo largo de la historia y en diversas latitudes geográficas, quizá sea articularse a una cadena irreconciliable de defensores y detractores puesto que aquí no hay Nil novi sub sole (nada nuevo bajo el sol).
La tauromaquia sin embargo, precedente de la Edad de Bronce, y desarrollada durante varios siglos como un acto de valentía, se ha convertido en nuestros tiempos en un tormentoso arte de la muerte, mostrándonos tristemente que en los albores de este siglo XXI el hombre, entendido como un “ser humano”, con la sublime connotación que esta palabra representa, sigue siendo uno de los más atroces y cobardes exponentes de la especie viviente.
Si las mitologías y algunas religiones sustentaron sus creencias y su fe en el sacrificio animal como halago o ruego a los dioses para soluciones relativas a la recolección de las cosechas, la aparición de los frutos, el cese de las sequías o las inundaciones, la extinción de las plagas, etc., existía en tal acto una profunda validez para que tales sacrificios fuesen consumados, puesto que se trataba en el imaginario colectivo, de la supervivencia de una especie: la humana.
No obstante y con el correr de los siglos, esta ofrenda animal se constituyó en emblema de bárbaros que necesitaban demostrar su hombría, su valor, la nobleza de sus imperios o la hidalguía de sus cunas, prolongándose a nuestros tiempos como la falaz puesta en escena de un espectáculo conducente a la traidora muerte de nuestro juguete momentáneo.
Desdibujado hacia vertientes insospechadas, este “Lanceo de toros” entre cuyos aficionados medievales se encontraban Carlomagno y Alfonso X El Sabio, fue trascendiendo a los reinos de Francia y España, en una inmisericorde expansión que unía extrañamente a la corte y la plebe, para convertirse a partir de la segunda mitad del Siglo XVI hasta nuestros días en un mal llamado “evento cultural” capaz de reunir –como en muy pocas ocasiones– a la aristocracia y al pueblo, en una irónica cita que testimonia sus pasiones de desenfrenada sevicia.
 El toro, antaño representante de la fertilidad, de la fuerza, origen del sentido de la protección según la mitología babilónica y representante de la constelación de Tauro, el elegido por los antiguos egipcios para ser embalsamado y colocado en tumbas de piedra por su carácter de animal sagrado, el dios de los cretenses entre cuyos cuernos reposaba la tierra, el responsable según otras culturas del nacimiento de las pléyades, el hijo de Babalón o Isis, un noble entre los nobles por todo lo que representó de grandeza para las antiguas civilizaciones, y cuya, humildad y conmiseración se hunden y desaparecen en la singularidad de todos los valores, nos enseña con su hidalga muerte que no nos hemos separado jamás de las vetas de un destino trágico cuyos orígenes datan de antiguas mitologías, y que amparados en nuestra soberbia de Homus sapiens, hemos perversamente continuado y sostenido para nuestro propio deleite.
Seguimos edificando sociedades cuya bitácora moral no existe, porque la visión temeraria de un pasado inconcluso regido por la barbarie sigue constituyéndose en el precario horizonte con el que se supone se asegurará el porvenir: el del comercio de la sevicia parado sobre el potro de la tortura, en este caso contra las especies desprotegidas que constituyen lo que irónicamente llamamos el “reino animal”.
Si para Michel Leiris en uno de sus textos capitales: la fascinación del toreo radica en la fusión entre riesgo y estilo, concepto posteriormente validado por Octavio Paz en Corriente Alterna cuando afirma que: “en el toreo el peligro alcanza la dignidad de la forma y ésta la veracidad de la muerte”, es preciso significar que se referían estos geniales autores al hecho de la “fascinación por el espectáculo” como mera expresión estética, en la cual no se evaluaba en su aspecto moral el tortuoso evento.
No son sin embargo los anteriores escritores los únicos que han dedicado significativas páginas literarias al análisis y comentario del toreo. Para José Ortega y Gasset, era “impensable estudiar la historia de España sin considerar las corridas de toros, y en su Historia de las ideas estéticas de España, Menéndez Pelayo define a la tauromaquia, como una: “terrible y colosal pantomima de feroz y trágica belleza”. Tampoco se quedaron atrás algunos de los representantes de la Generación del 27, entre quienes sobresalieron las declaraciones de Federico García Lorca con su afirmación de que “los toros es la fiesta más culta que hay en el mundo”, y Antonio Machado que en su obra Juan de Mairena declaró: “Con el toro no se juega, puesto que se le mata sin utilidad alguna, como si dijéramos de un modo religioso, en holocausto a un dios desconocido”.
Su relevancia ha sido plasmada también por grandes artistas universales como Goya, Picasso y Manet, entre otros.
Pero alejados de la sagrada irracionalidad que marcó el desarrollo de las sociedades primitivas, otro sin embargo es actualmente el pre y pos escenario de las corridas de toros, que tras el engranaje de viles artilugios en contra de la bestia nos lleva a preguntarnos qué o quién nos permite vulnerar esas fronteras entre espectáculo y arte, entre valor y brutalidad, entre lúdica y sevicia, en síntesis, entre vida y muerte.
Un largo inventario deriva entonces en la hoy llamada “fiesta brava”, que compendia la inmensa historia del toreo con sus monumentales plazas, sus más de 20 mil celebraciones taurinas anuales en el mundo, su lenguaje de manoletas, chapolinas, tercios, preseas, trompetas, nobles animales, indultos, etc.,  pero en esta multiplicidad de lo imaginario existen también escalofriantes historias que hablan de cómo se logra una espectacular faena, y entre cuyos tristes preparativos se dice de: encierros en la oscuridad que los hace lanzarse aterrorizados a un ruedo conmocionado por millares de gritos, sacos de arena sobre el cuello soportados durante toda una noche para ser debilitarlos, golpes en los riñones y testículos, ojos impregnados de grasa para que tengan una visión borrosa al instante de salir al ruedo, extremidades sometidas a un ungüento que produce ardor y que impide durante la faena que el animal permanezca quieto.
Improbable o real, es decir ficción moderna para otorgarle el beneficio de la duda, la única realidad, la que se presencia en el ruedo, es la de un animal humillado, lacerado y herido que ratifica con su sangre nuestra arrogancia y ceguera, arrogancia que nos debiera permitir un transformación fundamental de este sombrío espectáculo de muerte, tal y como se ha logrado proceder ya en diferentes países del mundo.
Sería lícito entonces urgir un cambio, clamarlo incluso y en aras del cese de este inútil holocausto animal, promulgar un decreto que prohíba la muerte del toro en la arena.



El ruido del trueno
Para celebrar el cumpleaños de Bradbury, uno de los pocos autores vivos que mereciera los elogios de Borges, a tal punto que en el prólogo de Crónicas marcianas el escritor argentino eligiera la “Tercera expedición a Marte” como el momento más terrorífico de toda la literatura, Con-Fabulación publica el siguiente ensayo en homenaje a su palabra visionaria y poética.
  
Por Amparo Osorio
Vendedor de periódicos en su juventud y autodidacta confeso, el 22 de agosto de 1920, nace en Waukegan (Illinois) uno de los más brillantes intelectuales norteamericanos de todas las épocas: Ray Douglas Bradbury, cuya prolífica obra inscrita en el género de la ciencia ficción ha recorrido los extremos del mundo convirtiéndose en forjadora de nuevas generaciones de escritores.
Su extensa bibliografía y los innumerables premios recibidos, son apenas un justo reconocimiento a la labor de quien nos deleitara con títulos como Crónicas Marcianas (1950), El hombre ilustrado (1951), Las doradas manzanas del Sol (1953), El país de octubre (1955), El vino del estío (1957), Remedio para melancólicos (1960), Fantasmas de lo nuevo (1969), El árbol de las brujas (1972), y El ruido del trueno (1990), por citar sólo algunas de sus obras.
Es sin embargo la magistral Fahrenheith 451 publicada en 1953 y que fuera exquisitamente llevada al celuloide en 1966 bajo la dirección de Francois Truffaut, y protagonizada por Julie Christie y Oscar Werner, el título que le diera uno de los mayores reconocimientos, por cuanto en ella se revive la trágica historia de la quema de libros por parte de algunos gobiernos de turno en su afán de coartar las libertades intelectuales.
Pero no es sólo Bradbury un escritor de ciencia ficción como se lo reconoce muchas veces, puesto que esa ilusión vertiginosa de sus obras, esa cadencia rítmica, esa factura poética, que nos espanta por su realidad y cuya forma de tiempo devela que terminaremos vencidos por los universos astronómicos, es algo que sobrepasa a la ficción para inscribirse en la literatura fantástica y se convierte en ocasiones en texto filosófico enfrentándonos desesperadamente a un devenir que sólo puede tener cabida en el romanticismo de su espíritu.
Ya en “El ruido del trueno”, llevado al cine por la Warner Bros (2005), el escritor da cuenta manifiesta de su preocupación por el destino de la humanidad, que en un viaje al pasado debe remediar el error de haber pisado una mariposa, hecho que conmocionó el estado natural del mundo.
A la manera inversa de Coleridge, referido por Borges: Si un hombre atravesara el paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces qué?, el Bradbury futurista nos advierte de manera más trágica que sin el necesario regreso al pasado preservándolo intacto, es imposible asegurar en el fluir absoluto del río del tiempo, la evolución de la especie.
Deliberadamente su obra de inagotable lectura está llena de simbolismos que nos remiten a los estadios puros de la creación reveladora. Expediciones que van y vienen de Marte dan cuenta de los paraísos perdidos y de la urgencia de colonizar otros planetas. En Crónicas marcianas el desarraigo nos asalta. La cuarta expedición se convierte en una pasión abrumadora. Spender el protagonista, se enamora de «la ciudad dormida y muerta que se despliega ante sus ojos» y en la que pronto aparecerán fantasmas ancestrales «galopando el fondo del vacío del mar en un antiguo corcel de imposible progenie, de increíble descendencia».
Evoca a Lord Byron imaginando que uno de sus poemas pudo haber sido inspirado por esa ciudad y lo imagina como el último sobreviviente de esa raza marciana, mientras recita en voz alta:
Por lo tanto nunca más pasearemos hasta las altas horas de la noche, aunque el corazón siga enamorado y aunque siga brillando la luna…
Una semana de reconocimiento basta para la elección definitiva. Si ya destruimos nuestra tierra ¿cómo aceptar la entrada de la nefasta comunidad terrícola a un nuevo planeta? ¿Cómo permitir la colonización de esas ciudades con sus lunas mellizas, sus lagos de cristal, sus atardeceres de soles incendiados y la impecable nostalgia del pasado, latente en el espíritu dormido de sus milenarios objetos?
El protagonista se subleva pasándose al otro bando. Un final inesperado nos aguarda. Pero un final donde el yo enajenado de Spender resuelve su destino en aras de preservar la magia de ese planeta verde de profundas revelaciones poéticas.
No deja Bradbury de sorprendernos con esta y todas sus obras, en las que teje línea tras línea un círculo infinito que asciende y desciende por los innumerables estadios de la condición humana, abordando siempre una vigilia de inalterable conciencia, una resistencia secreta que lo ubica también como uno de los más destacados humanistas, puesto que sus personajes pertenecen casi siempre a una inmensa gama de seres marginales o hacen parte de los submundos de una sociedad abrumadora y excluyente.
“Bordado”, publicado dentro de Las doradas manzanas del sol es otra de las conmovedoras piezas de su metafísica instantánea y en la que asistimos a un extraño experimento entre atmósferas de suspenso que nos dejan estupefactos. Allí, contrario al uso que teje y desteje Penélope esperando el retorno de Odiseo, las tres bordadoras de esta historia tejen el mundo con sus seres, sus ciudades y casas, su naturaleza, sus animales y objetos, y en un instante de máxima tensión comienzan a destejerlo contra las adversas manecillas de un reloj, que en su cuenta regresiva terminará destruyendo el universo:
Advirtió un fuego, que se movía lentamente casi, y se apoderaba de una casa bordada y le sacaba las tejas, y arrancaba una a una las hojas de un arbolito verde, y vio que el sol mismo se deshacía en la tela. Luego el fuego pasó a la punta de la aguja que relampagueaba aún; observó el fuego que le corría por los dedos, los brazos, el cuerpo, y le deshacía el hilado del ser, tan esmeradamente que ella podía apreciar toda su demoníaca belleza. Nunca supo qué le hacía el fuego a las otras mujeres o el mobiliario o el olmo del patio. Pues ahora ¡sí, ahora! le arrancaba el bordado blanco de la carne, el hilado rosa de las mejillas, y al fin le entraba en el corazón, una rosa blanda y roja cosida con fuego, y le quemaba los frescos, bordados y delicados pétalos, uno a uno…
Tal vez el futuro o su gemela la esperanza, estén a punto de extinguirse en este inmenso globo terráqueo, y apenas la tremenda percepción de la genialidad bradburiana nos lo dicta a cuentagotas desde el profundo contraste de la fantasmagoría poética de sus obras.
Quizá el Asteroide 9766, descubierto por el programa Spacewarh el 24 de febrero de 1992, y que lleva su apellido en honor a este indiscutible visionario, sea el responsable de dar la bienvenida a los nuevos cibernautas en sus próximas gravitaciones por los insondables universos del cosmos.


Palabras en la pequeña Venecia
Comienzo estas reflexiones con una palabra simple, que como el Aleph de Borges, lo contiene todo: El punto y el signo, el círculo y la esfera, Un nombre y todos los nombres.
Una palabra de apariencia elemental, pero compleja y profunda como una liturgia y en la que se condensan los más profundos misterios y las más caras aspiraciones del corazón humano. Esa palabra es: Poesía.
A lo largo de la vida, nos hemos preguntado innumerables veces cómo asirla y si lo hemos logrado, o es ella, la que finalmente como una intrusa se tomó todos nuestros espacios.
Hablo en plural porque en este perpetuo diálogo interior hemos estado involucrados la imaginación y el cerebro, las pulsaciones de la sangre, los latidos del corazón, los alti-bajos del alma y una sucesión de agentes exteriores que comprometen al paisaje, haciéndolo partícipe de los múltiples escenarios del instante poético.
Quizá instante, sea la palabra mágica que nos confiere el interregno para penetrar el espíritu de la poesía. Un misterio, por así decirlo, que se cierne sobre nosotros como un haz de luz o sombra, fugaz e irrepetible.
Alguna vez, leyendo al argentino Roberto Juarroz, encontré una de las más próximas y certeras explicaciones sobre la poesía: poesía es hablar del abismo que somos, ante el abismo en que estamos. Esta definición de sencillez envidiable, es quizá una de las grandes cimas en que reposa su fuerza: un diálogo de abismo a abismo al que debemos entrar despojados y desnudos.
¿Qué hacer entonces para que ante la primera aparición de la luminosidad poética podamos aprehender ese instante? ¿Cómo pulsar las fibras de la imaginación para capturar este pequeño pero definitivo cortocircuito, que -muy bien sabemos- puede incluso poner en peligro a las estrellas?
Este también seguirá siendo uno de los grandes misterios para el ser humano, y contendrá en su epicentro más interrogantes que explicaciones, pero para descifrarlo se requiere de dos grandes aliados: la voluntad de ser poeta y el riesgo de intentarlo.
En la evocación de mis primeros hallazgos poéticos encontré múltiples referentes que ahora me permiten recordar una sentencia de la poeta egipcia Andrée Chedid: “el yo de la poesía es de todos”.
Esa frase, precisamente pronunciada hace algunos años en este mismo país por el poeta Sthepen Marsh Planchard a propósito de algunas lecturas mías en Mérida, me ha hecho reflexionar sobre cómo podríamos colectivizar la poesía y compartir sus intrincados y cósmicos caminos.
Veo a una pequeña asomada a una ventana en un viejo y céntrico apartamento de Bogotá. Veo sus ojos contemplar la última raya del crepúsculo y luego contener en sus manos a un frágil pájaro perdido que ha entrado y se estrella contra las vidrieras y las paredes. Siento como ahora su instinto maternal y el brillo contenido de una lágrima. La oigo afanosa buscar a su madre y dictarle el poema. Esa niña, que para entonces apenas tenía cinco años y aún ni siquiera sabía escribir, esa niña soy yo.
Si los príncipes y los guerreros acudían al oráculo como una suerte de videncia para tomar fundamentales decisiones de vida o muerte, ese oráculo era precisamente uno de los eslabones primigenios de la poesía, porque es un hecho inconmensurablemente poético el que acudamos a la alucinación y al desdoblamiento –esa otredad que perturbó a Don Antonio Machado- para decidir nuestros destinos.
Para nosotros, seres del diario transcurrir y de las culturas occidentales, el primer oráculo precisamente lo constituyó ese lazo de la sangre, de la fraternidad, que entendía desde entonces nuestra angustia y la que a pesar de sus precarios conocimientos nos abrió el horizonte de la comprensión, tan necesario para desbordar en los pliegues del papel nuestro pequeñísimo y ya comprometido mundo.
En estos tiempos, en los que trágicamente asistimos a la caída de los dioses y al declinar de todas las utopías, sólo queda un oráculo posible en donde el hombre, con su corazón al desnudo, puede enfrentar los acosos de la soledad y de las contaminantes injusticias de un mundo globalizado que ha dejado de mirarlo como un ser de carme, hueso y espíritu, para convertirlo en un número más de la siniestra máquina cuantitativa.
Ese oráculo no es otra cosa que la poesía, y si ésta, como afirma Gastón Bachelard, es metafísica instantánea, corresponde a todos y cada uno de nosotros propender por su supervivencia, que no es otra cosa que la supervivencia del yo. Debemos entonces velar por su nueva instauración en todos los paisajes, en todos los momentos, en todas las máximas aspiraciones del ser humano.
Veo un parque desolado. En una esquina hay un perro. En la otra una mujer. Comienza la sombra a irrumpir en ese parque...
Aquí encontramos tres motivos elementales y simples que podemos agregar a nuestra íntima contemplación para que explote el poema.
Pensemos que tal vez uno de los árboles de ese parque puede sostener toda la carga que el poema necesita, ya sea porque es frondoso y verde o simplemente porque esté muriendo en pie con la dignidad con que mueren los árboles.
En este primer escenario está dada la imagen poética. Los protagonistas podrán realizar su gesta literaria si ustedes lo deciden.
Ella puede ser una Penélope contemporánea en un parque del Siglo XXI y el perro un Argos común en busca de un Ulises exiliado.
Pero no solamente de imágenes idílicas se nutre la poesía, y es así como también en las turbulencias y los dramas límite, surge como una inalterable conciencia.
Evoco por ejemplo los trágicos poemas de Nelly Sachs, escritos en las épocas de la Alemania nazi o el siguiente doloroso fragmento del peruano Manuel Scorza:
Mientras alguien padezca,
la rosa no podrá ser bella:
Mientras alguien mire el pan con envidia
el trigo no podrá dormir.
Lo que induce a la poesía, a partir del relámpago de la primera imagen o de la primera sensación, es la fuerza cognoscitiva que cada uno sea capaz de darle desde el horizonte de ese deslumbramiento.
La realidad del poeta se haya en su propio interior, en los vastos territorios donde la imaginación se funde con la palabra y el ideograma de esas representaciones es el único capaz de construir el prodigio.
La Grecia que conocemos y su historia, no sería la misma si no hubiera sido cantada por Homero. Sabemos de Inglaterra y la complejidad psíquica de los anglosajones, merced al canto de Shakespeare, de Byron, y hemos presenciado, a través de la lente del tiempo, la desgarradura ibérica, gracias a las voces imperecederas de Machado, García Lorca o Miguel Hernández, porque salvo la palabra todos los imperios se convierten en neblina
Demoraremos muchas lunas y una permanente zozobra habitará entre nosotros y la barca que lleva nuestro nombre.
Pero si decidimos ahora cambiar las armas por las palabras, el desasosiego por la tinta con que escribimos, y transmutar el dolor en poema como los sabios alquimistas, estoy segura de que lograremos algún día repatriar nuestros dioses y de nuevo poetizar el mundo.

Réquiem por la cultura
El cerebro de un periodista se llena con tres nombres: el de un deportista, la actriz de moda y el político de turno. Hans Magnus Enzenzberger
¿Por qué se divorció el periodismo de la cultura? ¿Cuándo los espacios dedicados a su difusión en los noticieros radiales y televisivos fueron devorados por la farándula y el deporte? ¿Cómo la cultura en los medios de información llegó a ser la cenicienta y en muchos casos fue condenada a desaparecer? Por qué la frase lapidaria de Enzenzberger debe ser ahora padecida por los verdaderos periodistas?
Hay demasiadas respuestas y responsables; los directores, editores y patrocinadores de los espacios informativos se consideran dueños absolutos del gusto popular, después de una compra paulatina realizada con creciente sevicia a través de los años, y esgrimen la idea equívoca de que al pueblo sólo le interesa deporte más frivolidad, justificando así la diaria ración de bochornosa nadería que han instituido, aplicando con rigor marcial la siniestra frase del movimiento hitleriano en boca de su homicida ministro estrella, el aborrecible Goering: cuando me hablan de cultura, saco el revólver.
Y los periodistas obligados a seguir los parámetros establecidos por los directores de los medios, se han convertido muchas veces en los perseguidores y excluidores de la cultura, haciéndonos recordar a los bomberos de la famosa novela de Ray Bradbury, Farenheit 451, cuyo trabajo era allanar casas en búsqueda de libros que debían ser destruidos por el fuego.
El peligro adosado a la cultura, como eje de conciencia y denuncia, ha sido resuelto con su negación. Es posible que muy pronto, ante esta lógica impuesta del olvido, frente a esta geometría del horror, los cultores del arte, la filosofía y la ciencia, como en Un Mundo Feliz de Aldous Huxley, sean condenados por leer a Shakespeare. Después de eso, es fácil sospecharlo, nada quedará en pie.
Quienes observen un noticiero de televisión, notarán una estructura de tres franjas estrictamente establecidas para cubrir política, deportes y farándula. Es más fácil saber que una diva de telenovela fue embarazada la noche anterior, que enterarse de la muerte de un artista fundamental para el desarrollo de la plástica en nuestro país, a menos que él mismo haya pertenecido a las grandes esferas sociales y oficiales, caso en el cual su nombre será absorbido por la frivolidad hasta hacerse insignificante.
Es posible ver todos los goles de la liga italiana, inglesa o brasileña, o de cualquier equipo profesional, aficionado, e incluso de barrio, pero jamás el registro del importante descubrimiento del científico colombiano Carlos Rincón (bisturí punta de diamante con profundidad única para operar astigmatismo y miopía), ya utilizado en todo el mundo.
Las escasas y brillantes exposiciones de lúcidos congresistas y senadores como Jorge Enrique Robledo o Germán Navas Talero, para citar apenas unos nombres dentro de los grandes debates nacionales, apenas si merecen un pequeño registro tendencioso y miserable en los noticieros de los Canales privados, dejando a los centenares de miles de televidentes en todo el territorio nacional, supeditados a buscar un canal oficial de muy mala señal. ¿Qué hay detrás de esta cortina de humo en el manejo mediático de una información que no informa, y que manipula y canaliza lo que un público debe o merece saber?
Por si lo anterior no basta, tendrá el televidente un minucioso avance de las telenovelas, pero no el registro de la entrega de los más importantes Premios internacionales como el Latinoamericano y del Caribe Juan Rulfo, otorgado en Ciudad de México, el Premio Cervantes de la Academia Española o los Premios Nobel de la Academia Sueca en sus diferentes versiones. Si algo se nos informa al respecto será minuciosamente fragmentario y ajeno por completo a la grandeza de su esencia. Entonces la información cultural ya no será digna de este nombre: Los editores cuidarán de que nadie conserve frente al mundo su peligrosidad.
El receptor verá, a cambio de la verdad ausente, frívolas presentadoras semi-analfabetas haciendo apología de la moda criolla, o destacando escandalosas actuaciones del decadente Hollywood, pero no sabrá tampoco de la realización del Día Mundial de la Poesía, que recientemente convocó en un importante auditorio de Bogotá, a más de trescientas cincuenta personas, durante un Viernes Santo.
El registro inmediato, propio del periodismo en su más deprimente acepción, que también debería servir para enriquecernos, para rendir homenajes merecidos o dejarnos una información que pueda trascender al conocimiento, se ha convertido en una sucesión de notas triviales y nocivas en un mundo lightificado.
Exagerado o no, para que un artista irrumpa dentro de un noticiero de televisión tendrá que ganarse el Nobel, morirse, o ser arrestado por consumo de droga.
Consultados algunos medios sobre la preocupante ausencia de noticias culturales, el veredicto es contradictorio y empobrecedor. Los directores aducen que no hay espacio porque el noticiero es pautado. Los anunciantes afirman que todo obedece al criterio del director, y los editores o jefes de redacción basados en encuestas engañosas y prepotentes, argumentan que al pueblo no le interesa el tema; afirmación asombrosa (y tenebrosa) en una país que edita más revistas culturales que México, que reúne más de 900.000 espectadores durante el Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá y que en el acto de clausura del Festival de Poesía de Medellín congrega a más de 7.000 fervientes soñadores de la palabra, capaces de permanecer incluso bajo la tormenta, como se demuestra en cada una de las versiones realizadas... Sin inventariar otros sucesos de gran acogida que merecen un justo y oportuno registro periodístico.
Ojalá esta botella de náufrago llegue a la sensibilidad de los medios, para que no sigamos siendo las solitarias plañideras de este lamentable Réquiem por la Cultura.



La cárcel de la comunicación
En la era de la tecnología, la informática y los circuitos integrados, las comunicaciones se han convertido en el dios local mejor instalado en los escenarios del mundo con su cibernética, su ciberespacio y sus incontables millones de feligreses a lo largo y ancho del globo terráqueo.
Pocos sin embargo se han detenido a pensar cuánto hemos perdido de comunicación, es decir cuánto hemos ganado de incomunicación, en un universo donde la soledad parece ser el grave detonante del ser humano, una bomba de tiempo incursa en nuestros estadios mentales y a la que se atribuye el mayor índice de suicidio en el mundo, que según estadísticas de la Organización Mundial de la Salud asciende diariamente a 3.000 personas en el planeta, es decir un suicidio cada 3 segundos.
La soledad es en definitiva, la tragedia de nuestro día a día, puesto que la palabra -es decir la comunicación verbal de los seres humanos con su entorno- ha quedado reducida al simple y amatorio monólogo con nuestros pasos.
Otros eran los tiempos del diálogo, de la vivencia compartida, de los interlocutores con quienes se compartía un mundo, contradictorio sí, pero salvable según lo forjaban nuestras inocentes utopías y al que de una forma romántica pretendíamos y aún pretendemos cambiar -sólo a través de la magia que se desencadena en los sublimes lazos de la comunicación.
¿Pero desde cuando esta modernidad o post-modernidad irrumpió entre nosotros dejándonos en las periferias de un mundo con el cual, en razón de la exacerbada tecnología ya no nos comunicamos?
Lo que comenzó como una sana práctica (los conmutadores, por ejemplo) y cuyo oscuro fondo sólo pretendía desechar al ser humano para imponer a la máquina, se ha vuelto uno de los ejemplos clásicos de hasta dónde podremos llegar en materia de incomunicación.
Usted digita un número y contesta una grabación. Luego de un interminable menú de algunos minutos, debe pulsar la tecla de su necesidad, para volver a la pesadilla de ninguna respuesta. La máquina le habla: “Digite 1 para comenzar. 2 para dejar su nombre. 3 tecleé su documento de identidad. 4 para solicitar un servicio. 5 para reclamos. 6 para nuevo servicio. 7 para suspensión del servicio. 8 para planes promocionales. 9 para hablar con un asesor y 10 (si aún no se ha suicidado) para escuchar un cínico mensaje “todas nuestras líneas se encuentran ocupadas”: insista de nuevo...
Si su conexión no es con una empresa del común, sino con una clínica o centro de salud, por ejemplo, la máquina contiene nuevos menús, tanto o más dramáticos que el anterior, como tipo de medicina, si prepagada o plan obligatorio, clase de especialista, si cita o urgencia, si puede esperar un prudencial tiempo de tres meses o requiere ambulancia, etc, amén de los tradicionales: nombre, identificación, sexo, estado civil, estatura y fecha de nacimiento.
Pero este universo kafkiano aún no termina. Si desea hablar con una entidad bancaria, es posible que descubra también que la máquina ha devorado sus últimos recursos económicos en complicidad con la piratería tecnológica. Comprenderá aterrorizado que su tarjeta ha sido clonada y no encontrará un ser de carne y hueso que pueda darle respuestas de ninguna naturaleza, porque la banca mundial, amparada también en la incomunicación, ha tecnificado sus inquietudes y reclamos en líneas que no conducen a ninguna parte.
El tiempo de que disponíamos para vivir la vida, se agota en el interminable andamiaje operativo ante el cual terminamos agotados, indefensos y solos.
¿No queda con quién hablar en el planeta? ¿Qué se hizo ese ser que creíamos humano, encarcelado ahora en el bunker de sus propias invenciones?
Lo práctico de la vida, choca con la premisa de solución a las múltiples y fatigosas necesidades diarias.
Bajo la no muy sana pretensión de salvaguardia, extendible ahora e empresas cuya función social es precisamente el servicio, estamos relegados al nefasto aparato que se extiende también al “ojo mágico de la cerradura, a la perversa alarma que se dispara incluso ante el inocente vuelo de un pájaro, a los circuitos cerrados de televisión, a los chips que persiguen nuestros pasos, a los escáners que leen el contenido de nuestro bolso, y a la siniestra sicopatía numerológica” que pronto terminará manipulando la intimidad de nuestro propio cerebro. El Homo Sapiens ha relegado su rostro y en aras de una mal vendida privacidad, ha perdido incluso su monólogo interrogativo con las estrellas.
La máquina ha devorado al hombre y lo que queda de los dos, se convertirá en uno de los mayores e insostenibles vacíos a los que nos veremos enfrentados, en un mundo inviolable, impune y ciego, que obviamente dejará de palpitar para traernos tan solo el herrumbroso sonido de sus tuercas.
Pronto tendremos que huir, pronto habitaremos los solitarios universos bradburiamos y el robot a nuestro alcance decidirá si le da la gana o no servirnos un café, alcanzarnos un libro, o facilitarnos un cigarrillo que calme este nerviosismo profundo de la soledad a la que hemos sido relegados.
Entonces usted y yo, y el habitante de al lado, hundidos en la incomunicación que estamos creando, no encontraremos quién nos diga por qué derriban un árbol centenario o taponan un río o amurallan las ciudades. Será una voz muerta la que disponga de nuestro precario futuro.
Unos demiurgos mecánicos entrarán a nuestra casa y escucharemos estupefactos sus disposiciones de orden: Cafetera: objeto no identificado. Música: contaminante subversivo. Libros y poemas: artilugios del pasado. Veremos aterrorizados un dispositivo electrónico incinerando nuestros sueños.
La palabra vital será reemplazada por su grotesca parodia, erigiendo un abyecto museo de piezas petrificadas y para quienes pertenecemos a la “antigua generación”, a la última generación comunicativa, solidaria y fraterna, anterior a este caos consumista, sólo quedará la contemplación metálica del mundo dominante y la evocación de las premonitorias palabras de Shakespeare: “lo demás es silencio”.
* Poeta, narradora y ensayista colombiana