29/11/07

Jorge Enrique Robledo

El Problema Indígena

El senador del Polo Democrático acostumbra nombrar la realidad y llamar a la esperanza con la denuncia estricta, objetiva, casi científica de nuestros yerros y falencias más atroces y, para decirlo en el lenguaje futurista de Cervantes: “mantea a la realidad… como la realidad manteaba al Quijote”. Aquí su visión esclarecedora sobre el candente tema de los indígenas del Cauca.

La inmensa movilización de los indígenas colombianos, de la que la del Cauca es la mayor mas no la única, porque también han protestado, entre otros, los del Valle, Risaralda, Caldas, Chocó, Nariño y La Guajira, ha puesto otra vez sobre el tapete un gran debate: ¿Existen poderosos argumentos para las protestas, porque hasta puede hablarse de la existencia de un problema indígena, en el sentido de los maltratos, discriminaciones y carencias de los que han sido víctimas estos compatriotas durante siglos? ¿O los indígenas luchan porque son parte de una conspiración en contra de un gobierno que sí les ha atendido a cabalidad sus reclamos, por lo que hay que rechazarles sus peticiones y denunciarlos como malos miembros de la sociedad y hasta partidarios de la lucha armada?

Que el actual gobierno coincide con la segunda teoría es evidente, según lo muestra el trato que les ha dado a las peticiones y protestas indígenas y el desdén con el que Álvaro Uribe se refirió a las pruebas aportadas por la prensa extranjera acerca de que la tropa sí había disparado contra ellos. Pero hay, además, pruebas irrefutables de que el gobierno manipula las cifras para indisponer a la opinión contra los indígenas, presentándolos casi que como insaciables latifundistas. Expresando verdades a medias, que suelen ser falsedades completas, el presidente Uribe y el Ministro de Agricultura Arias han dicho que los indígenas, que son el 2.2 por ciento de la población del país, poseen el 27 por ciento del territorio nacional, porque el área de los resguardos llega a 31.2 millones de hectáreas. Y han agregado que los indígenas del Cauca, que representan el 26 por ciento de la población del departamento, poseen el 30 por ciento de su territorio.

Pero la verdad es que 24.7 millones de las hectáreas mencionadas están en la Orinoquia y la Amazonia, donde apenas habitan 70 mil indígenas y en las que no puede establecerse producción agropecuaria que valga la pena. También se oculta que del área restante, apenas 3.12 millones de hectáreas tienen buenas posibilidades productivas –si el gobierno respaldara su explotación, cosa que no hace–, pues el resto son desiertos, páramos y zonas de reserva forestal. Y constituye una astucia comparar el número de indígenas y las tierras que poseen con todos los habitantes del país o del Cauca, pues es obvio que la comparación válida debe circunscribirse al mundo rural. Si así se hace, resulta que las comunidades indígenas representan el 14.3 por ciento de los habitantes del campo y poseen el 6.7 por ciento de las tierras rurales del país y que en el Cauca son el 43 por ciento de quienes viven en el campo y tienen el 30 por ciento del área del departamento.

A su vez, los indicadores de empleo, ingreso, vivienda, salud y educación de los indígenas son iguales o peores que los del promedio de los habitantes rurales y este, a su vez, es inferior al urbano y a la media nacional, de donde sale que en la Colombia de las pobrezas y miserias la peor parte la llevan indígenas y campesinos. Es, entonces, el colmo de los colmos azuzar enfrentamientos entre campesinos e indígenas, para cobrarles a estos últimos el que posean una mayor capacidad de reclamo ante las autoridades.

Los indígenas también se movilizan por el flagrante incumplimiento del Estado a pactos suscritos con ellos en 1999, por la aprobación de leyes como la mal llamada ‘de desarrollo rural’ y la reforma al Código de Minas, que los afectan negativamente y que no les fueron consultadas de acuerdo con los compromisos estatales con la OIT. También repudian el TLC, en contra del cual votaron en consulta popular el 98 por ciento de los indígenas caucanos porque les provoca graves daños, exigen que Colombia suscriba la Declaración de Derechos de los Pueblos Indígenas, acuerdo de la ONU aprobado por 143 países, y claman porque les han asesinado 1.243 de los suyos desde 2002, a pesar de que sus organizaciones han rechazado como las que más la lucha armada.

En el fondo de las posiciones que les niegan a las comunidades indígenas hasta el derecho a reclamar suele estar el racismo, concepción que carece de toda base científica y que se usa para convertir las diferencias naturales –el color de la piel o los rasgos faciales, por ejemplo– en pretextos para acusar a ciertas poblaciones de ser seres inferiores que se merecen la peor de las suertes, para con ello justificar opresiones nacionales o escandalosas diferencias sociales. Un país democrático debe reconocer que esta parte de la nación sufre por pertenecer al pueblo colombiano y, además, por ser indígena. Un gobierno democrático debe atender sus peticiones con prontitud, seriedad y generosidad.






Del éxito del Polo al sueño del "Uribiato"

Uno de los Senadores con más aguzado espíritu crítico y mayor credibilidad del país, analiza las pasadas elecciones y sus futuras implicaciones políticas, en este artículo cedido exclusivamente para el análisis de nuestros 28.000 Con-fabuladores

Al Polo Democrático Alternativo le fue bien en las elecciones. Incluso tuvo éxito por anticipado, pues inscribió listas a concejos en 641 municipios, donde vive más del 90 por ciento de los colombianos, inscripción que marca un notable desarrollo organizativo para un partido con menos de dos años de constituido y en proceso de consolidarse. También avanzó porque aumentó en forma considerable el número de votos y de elegidos en relación con lo que obtuvieron, en los comicios regionales de 2003, las fuerzas que le dieron vida. Y ganó porque el que vence en Bogotá triunfa políticamente en toda Colombia, verdad que ratifica la envidia que transpiran las agresiones de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos contra el Polo, antes y después de su derrota.

El significado de su éxito se acrecienta por darse en las elecciones menos democráticas de la historia de Colombia, en un país conocido por lo corrupto de sus procesos electorales. A la coacción clientelista de alcaldías y gobernaciones se le agregó la del propio jefe del Estado, quien se paseó repartiendo, como si saliera de su bolsillo y del de sus barones electorales, el llamado “gasto social” que financian los impuestos que pagan los mismos pobres que arrean a las urnas. Además, la campaña se realizó en medio de las limitaciones provocadas por los asesinatos de treinta dirigentes políticos –igual número que en 2003–, actos atroces que mostraron la diferencia que hay entre la realidad y la fantasiosa propaganda oficial y que evidencian lo lejos que se está de un Estado que brinde la elemental garantía de su monopolio sobre las armas.

Y el triunfo del Polo resalta además porque, en hechos sin antecedentes en la historia del país, el presidente Álvaro Uribe, con absoluta desfachatez, cual tirano, se dedicó a violar la Constitución y las leyes que juró defender, desvergüenza que, para hacerla peor, efectuó difamando a Samuel Moreno y al Polo Democrático Alternativo con el propósito de manipular la decisión de los bogotanos. Que luego uno de sus palafreneros, para sumarle cinismo a lo torcido del asunto, dijera que la andanada del Presidente no fue una agresión contra el Polo sino la manifestación de una “inteligencia superior que habla en abstracto”, apenas muestra su desprecio a la inteligencia de los colombianos. ¿Si la Comisión de Acusaciones de la Cámara no fuera, más bien, de absoluciones, procedería Uribe de igual manera, con la certeza de su impunidad legal?

En la tendenciosa embestida de Uribe contra el Polo del día anterior a las votaciones, cómo fue de notorio que no rechazó la coacción del paramilitarismo a los electores ni la participación en el debate electoral de los parapolíticos recluidos en las cárceles.

Para tirar una cortina de humo sobre el triunfo del Polo en Bogotá y sumarle otra ignominia a la actuación del gobierno, Juan Manuel Santos y el Comisionado de Paz armaron un falso positivo en contra de Carlos Gaviria, otro gran ganador de las elecciones, esta vez mediante el truco hasta ridículo de montarle una escandola por un artículo publicado, ¡en agosto!, en el diario El Tiempo. De seguir por este camino, Santos podría ganarse el mote de Falso Positivo Santos. E intentaron crucificar a Carlos Gaviria con el pretexto de que él, en coincidencia con la Constitución, asevera que existe el delito político, satanización por lo demás mañosa porque el uribismo lleva años intentando convertir a los paramilitares en delincuentes políticos. ¿Será un exceso pedirle algo de coherencia a la politiquería?

En una salida que probablemente también tiene que ver con la reconocida incapacidad mental de Uribe para manejar sus reveses, este aceptó su segunda reelección si con ello evitaba “una hecatombe”. Y aunque no puede decirse con certeza qué quiso decir, sí es seguro que en su momento procederá como se le dé la gana, de acuerdo con su estilo de recurrir a la retórica para crear “realidades” según sus conveniencias. ¿No empobreció a los trabajadores con una ley que alargó el día hasta las diez de la noche? ¿No “acabó” con el conflicto armado y con el paramilitarismo a punta de cuentos?

Pero el verdadero debate reside en si es democrático que nuevamente, y cuantas veces quieran, Uribe y su rosca cambien la Constitución en su beneficio personal, prevalidos de la supuesta conveniencia de sus fines. ¿La “inteligencia superior” también entraña la amoralidad de que el fin justifica los medios? ¿De lo que se trata es de constituir en Colombia el uribiato, a semejanza del porfiriato, como se llamó el gobierno absolutista de treinta años de Porfirio Díaz en México?



Censura y autocensura al lenguaje

No deja de llamar la atención que sucedan hechos tan escandalosos como la invasión estadounidense a Irak, así como todos los horrores que se han descubierto y ocurrido luego, y que sea casi un milagro que en algún análisis se utilice la palabra imperialismo para calificarlos. Y poco ocurre que se vincule al neoliberalismo con los intereses y presiones de los países globalizadores, a pesar de que un personaje como Henry Kissinger explicó que “lo que se denomina globalización es en realidad otro nombre para la posición dominante de Estados Unidos”, es decir, del imperialismo que practican los dirigentes de ese país.

Ante tanto silencio, e incluso padecer recriminaciones por usar esas palabras, me asaltó la duda de que no hicieran parte del idioma o que no significaran lo que pensaba, por lo que decidí recurrir a la vigésima segunda edición del diccionario de la Real Academia Española, en el que pude leer: “Imperialismo: sistema y doctrina de los imperialistas. 2. Actitud y doctrina de quienes propugnan y practican la extensión del dominio de un país sobre otro u otros por medio de la fuerza militar, económica o política”. Y sobre “Imperialista: perteneciente o relativo al imperialismo. 2. Dicho de una persona: Que propugna el imperialismo. 3. Dicho de un Estado: Que lo practica. 4. Partidario del régimen imperial en el Estado”.

Entonces, si por el uso de dichos calificativos se padecen recriminaciones, no es porque no existan para explicar unos hechos que ocurren a diario y afectan al mundo y a Colombia, sino porque no debe mencionarse la soga en la casa del ahorcado. Unos censuran o se autocensuran por las mismas razones por las que los cortesanos del rey que andaba desnudo lo alababan por las magníficas vestimentas que decían llevaba. Es tal la presión del mayor imperio de la historia de la humanidad y de sus partidarios, que incluso han logrado que hasta personas informadas, que entienden lo que ocurre y lo repudian, se muerdan la lengua a la hora de comentar el fenómeno.

Algo parecido empieza a ocurrir con la palabra neoliberalismo, sobre la cual también –los neoliberales, por supuesto– empiezan a ejercer todo el poder de su censura. A pesar de que el calificativo es científicamente preciso, porque define bien la reedición de las doctrinas de Adam Smith que se usaron para defender el liberalismo económico y los intereses del imperio inglés en los siglos XVIII y XIX, ya casi hay que pedir perdón por usarlo. Y es claro que no se equivocan los censores, dado que este debate no es, como pudiera pensarse, un asunto meramente formal. Pues como lo único que no tiene nombre es lo que no existe, se convierte en un idiota a quien proponga oponerse o sustituir un modelo económico inexistente. ¿No ayuda bastante a defender la política económica que rige en Colombia desde 1990, la cual se profundizaría hasta el absurdo con el TLC, si se impide que se le dé nombre propio al conjunto de medidas que la definen?

Además, el país y el mundo se llenaron de eufemismos, de palabrejas o frasecillas que se usan para reemplazar, desnaturalizándolas, a otras que describen bien los fenómenos. Por ejemplo, a un plan draconiano de despidos masivos lo motejan de proceso de reestructuración laboral; a una situación en la que un pez grande se apresta a comerse a uno chico la llaman relación asimétrica; a las imposiciones del FMI les dicen recomendaciones; ayudas a los linimentos que les facilitan los negocios a los monopolios gringos, y así… unas cosas se cambian por otras mediante una simple manipulación semántica.

Y lo más lamentable de estos trucos, simples actos de prestidigitación para ocultar la realidad, es que en ellos caen, víctimas de la presión, no pocos analistas democráticos, quienes debieran tener como primer propósito de sus explicaciones que fueran comprensibles no sólo para los iniciados en las artes de la traducción de los eufemismos, sino principalmente por quienes no lo son.

El lenguaje se convirtió también en parte del debate sobre la globalización neoliberal, lucha que en este caso gira en torno a definir si se puede usar o no cada palabra que tiene el diccionario y a si deben ser comprensibles o no las frases que explican los hechos que afectan a la sociedad.