29/11/07

Carlos Fajardo Fajardo


Ritual de títeres o la poesía como protagonista
Por Carlos Fajardo Fajardo

“Se imaginó escribiendo una novela
donde todos asistirían como títeres a un ritual,
en una ciudad que rápidamente se deshace”
Ritual de Títeres, Gonzalo Márquez Cristo

“Abrir los diques del lenguaje, ir más allá del monosílabo”. He aquí una de las claves secretas y maravillosas de esta novela-río, novela-poema, novela-ensayo, imagen y pensamiento. Fusión de voces y de vidas al filo de los cuchillos, al fondo de los abismos poéticos e históricos de una generación siempre a la intemperie, la cual vivió las tempestades de la violencia, la búsqueda desgarrada de todos los placeres y el desengaño de las grandes utopías al no dar con ninguna puerta abierta, ninguna luz. Tal es la atmósfera de este Ritual de títeres, seres en medio de la fragua histórica, llenos de fracasos, ruinas, doloroso erotismo y muerte.
En este escenario del mundo, la palabra es la protagonista principal del drama; la palabra convertida en poesía, se entiende. Por ello aplaudo este ritual y caudal poético, esta lucha perpetua donde triunfa la pulsión creadora de la poeisis, su pasión fundante. Sabemos que “el verdadero poeta, según T.S. Eliot, es el que hace de su lengua una gran lengua”. Se alimenta de su tradición, pero a la vez, la supera enriqueciéndose en otras fuentes diferentes a su raíz; se renueva en profundidad constante. Poesía para alterar la vida; poesía para sabotear las rutinarias frases y costumbres de su tiempo, para ser críticos en aquellos períodos donde la pobreza imaginativa y existencial nos consume. Poesía para mantenernos creativos, atentos, vigilantes.
De allí la imposibilidad de nombrar a este río de imágenes novela, o bien, objeto narrativo a secas, pues como tal deconstruye las lógicas tradicionales narrativas, la antigua idea de ser un contador de historias. Aquí existe otra cosa, se ha propuesto otro asunto: quizá sea un rizoma lingüístico donde “el tiempo no fluye: estalla”; un libro que elabora una cartografía calidoscópica de las sensibilidades, con múltiples entradas y posibilidades, o bien un juego de espacios y de tiempos discontinuos, donde cada capítulo –si es conveniente denominarlo así- funciona como multiplicidad autónoma, como un poema en sí, desde sí, sin principio ni fin, laberíntico, descentrado, disperso.  Libro unión de fragmentos construido desde lo par-impar-sin par, de tal suerte que las dicotomías tradicionales de Occidente se intentan romper, o al menos se cuestionan desde la fuerza del lenguaje.
Creo encontrar en ello uno de sus mayores riesgos y propuestas: dinamitar la concepción de la novela, siguiendo la tradición del romanticismo alemán temprano de la “Obra de arte total”, es decir, la fusión de géneros,  lograda, como proponía Friedrich Schlegel, con una liberalidad absoluta pero con un rigor muy grande. Como resultado, el texto se convierte en acto de reflexión filosófica existencial, en una delirante imaginación, en apasionada teoría poética y estética, donde la fuerza unificadora como un continuum es la poesía. Entonces se lee: “La pretensión es consagrar en estas páginas el sueño de la novela-ensayo-poema, de la novela-cuento-teatro, de una intensa literatura esencial”. Desde esta apuesta, Ritual de títeres dialoga con Novalis, Joyce, Broch, Borges, Dylan Thomas, Lezama Lima, Bioy Casares; continúa en la cuerda floja de los poetas dadaístas, surrealistas y expresionistas; se alimenta de Vicente Huidobro y de César Vallejo, se comunica en poema pero se constituye en pensamiento y concepto. Dicha aventura del lenguaje escarba y se contagia de las grandes conquistas artísticas de una modernidad rebelde, crítica y subversiva; de las profanas estéticas vanguardistas de la protesta y del cambio; se contagia de las aventuras del espíritu nihilista nietzscheano, explora la libertad erótica y el “desarreglo de todos los sentidos”.
Hemos asegurado que este “libro-río”, “libro-imagen”, como le gustaba a Gilles Deleuze llamar a su Rizoma -hecho de mil mesetas, de mil posibilidades- se muestra como una fusión de fragmentos que pueden leerse de forma independiente y ponerse en diálogo desde cualquiera de sus partes. Ello obliga a inventar otro tipo de lector, un lector de flujos, de caudales, un lector poeta, receptor-creador que vaya al ritmo torrentoso de las palabras. También aquí encuentro una de las más riesgosas propuestas del libro: exigir –tal vez inventar- otro tipo de lector no lineal, con un capital simbólico muy amplio, el cual dialogue con los momentos y conceptos filosóficos, estético-poéticos y políticos más significativos de la cultura occidental: Heráclito, Platón, Goethe, Kierkergaard, Freud, Kavafis, Coleridge, Rimbaud, D.H. Laurence, Chaplin, Héctor Lavoe, Led Zeppelin, Roling Stones…
Otro lector, otro narrador, otro poeta: “una novela donde la acción es excluida y tan sólo deja sus esquirlas en los hombres derruidos”, se lee en el capítulo X. Y en otro apartado: “el lector pone en movimiento el tiovivo de figuraciones trágicas” (Capítulo XVI), a la vez que  se instaura la ya anunciada por Roland Barthes “muerte del autor”. No hay aquí un Yo narrador plenipotenciario, ni  un narrador tótem. Existen varios narradores-poetas, polifonía y pluralidad de rituales ante la palabra. “Se escribe para desaparecer. Si decimos ‘Yo’ estamos obligados a mirarnos desde afuera, a convertirnos en objeto, a construir un espejo de cinco nombres y pronombres” (Capítulo XXIV). Muerte del narrador tradicional, surgimiento de polifonías intertextuales, calidoscópicas. Es la poesía la que funda estas actuaciones de títeres en medio de la terrible soledad del Ser.
De igual manera, la diversidad de voces poéticas no intenta narrar situaciones cotidianas, sucesos. Estos sólo se sugieren. Más que recrear anécdotas se trata es de construir atmósferas estéticas y propuestas poéticas. Existen, claro, personajes con nombres míticos: Ariadna, la protagonista y Fedra; la trilogía masculina Jano, Orfeo y Mirtilo; historias de amor y desamor que el lector capta entre líneas en medio de la corriente de este sonoro río. También encontramos espacios de una Bogotá real: el barrio La Candelaria, La Carrera Trece, la Séptima, el centro de la ciudad, los bares, pero todo ello alejado del afán novelesco de contar una historia  convencional y sí utilizado como pretexto para formular una estructura distinta de novela y una nueva posición del escritor frente al lenguaje. Es el estallido de la palabra-nómada que desterritorializa todo ritual doméstico de la escritura; es la línea de fuga de la poesía contra lo pétreo, lo consolidado, el confort, la burocracia del pensamiento.
Es esto lo que convierte a esta novela en un “río de estilo”, pues en cada página el lector se encuentra con un profundo y extenso poema, como atravesando un campo minado.
Saludo, pues, este trabajo escritural riguroso y riesgoso; esta atrevida metaforización progresiva y provocadora que va en contravía a las exigencias que hace el mercado a los novelistas de última hora, presos del imperio de la rentabilidad, de la fama y de las preferencias del cliente. Saludo su feroz combate contra las novelas escritas por encargo, fáciles, efectistas, efímeras, reemplazables. Ritual de títeres, muy al contrario, exige varias lecturas, es decir varios desgarramientos. Novela-red que se enreda y desenreda en el laberinto de laberintos donde Ariadna juega con sus marionetas arrojadas al escenario del lenguaje. Novela-experiencia, como si las propuestas de Morelli, en la Rayuela de Cortázar, o de Lezama Lima sobre la idea de escribir la “anti-novela”, la “novela-Metáfora”, se hicieran presentes, concreción, cuerpo vital.
Bajo la oscura, fría y lluviosa Bogotá, estos personajes, dispersos y extraviados, hacen su ritual y se difuminan en “la aventura del lenguaje y en la hoz fundadora de la risa”.

Ritual de títeres de Gonzalo Márquez Cristo
Colección Los Conjurados.
Fundación Común Presencia, Bogotá, 2011. 2da. Edición.



Los Baby Teachers
Por Carlos Fajardo Fajardo
Hijos del neoliberalismo –en realidad neoconservadores- han sido educados para obedecer, aceptar y aplicar las ordenanzas de un capitalismo mordaz. Alabar y no rechazar son sus slogans. Con tales actitudes aspiran a fortalecer los regímenes antes que a mostrar sus debilidades. Son los nuevos técnicos del pensamiento. Alfabetizados en las tecnologías, han hecho de éstas un tótem supremo desde las cuales creen conocer en profundidad el mundo, la realidad del mismo. Despolitizados, des-socializados, individualistas y tecnócratas, se estremecen ante la palabra confrontación. Seguidores del pensamiento utensiliar, son monaguillos que vuelven culto los reglamentos autoritarios de la educación. Son los baby teacher de las universidades: eficaces, eficientes, autómatas bilingües, “todo terreno”, choferes de las tecnologías. Gestionan sin queja la dictadura normativa de las llamadas investigaciones universitarias. Hijos del neoliberalismo, baby teacher de las instituciones.
En Colombia, existen grandes laboratorios que los producen en serie y se reproducen exponencialmente. Todos han egresado de universidades que les tocó sufrir el azote de la Ley 30, la cual no sólo impulsó una agresiva privatización, sino que las ahogó en su misma sustancia al obligarlas a llevar un plan acelerado de acreditación acorde a las exigencias del mercado global. Como consecuencia, se desmontaron currículos, se ajustaron los planes de estudio a nefastos objetivos y se  desterró todo proyecto de una pedagogía crítica y renovadora. 
En varios aspectos, los discursos doctrinales, religiosos, moralistas y políticos de esta primera década del siglo XXI, se asemejan a los de la llamada Regeneración de la República Conservadora impuesta en el país desde 1880 hasta 1930: servidumbre hacendaria y partidista, maniqueísmos religiosos y morales, conservadurismo, ideología imperial y papal, controles a la educación, censura camuflada, obstáculos a la modernidad crítico-creativa, centralismo intelectual, rechazo a la autonomía del intelectual disidente.
Todas las pocas conquistas de autonomía universitaria, docente, estudiantil, e intelectual lograda en los años sesenta hasta mediados de los ochenta, fueron diluyéndose y cambiándose por una adaptación servicial e integrada al “nuevo orden global”. La consolidación de la economía de mercado, del poder de los medios masivos de comunicación, de las tecnologías digitales, la urbanización e inmigración masiva, la privatización en serie y en serio, la banalización de la cultura, son algunos contextos sobre los cuales se desarrolló y se llevó a cabo el pensamiento neo-conservador de última hora. Como  consecuencias observamos  el paso de  los intelectuales críticos a los baby teacher  “todo terreno”, adaptados al son que les toquen.
Desde aproximadamente 1990 un cambio radical ha impactado en las estructuras universitarias. Todos sus estamentos han sido lentamente transformados. El neoliberalismo atrapó las libertades colectivas e individuales que todavía eran posibles en las instituciones tanto públicas como privadas. Así, los profesores, estudiantes e intelectuales entraron a un espacio de mayor control. Se impuso un lenguaje administrativo y ecónomo. Con ello se pasó de una activa reflexión a la sumisión de la gestión. Entonces, conceptos tales como, eficiencia, eficacia, competitividad, flexibilización, administración e insumos, entraron a formar parte del lenguaje en los ámbitos educativos. Como resultado tenemos un nuevo tipo de intelectual: el docente eficiente con lenguaje ecónomo. El denominado “relevo generacional”, es decir, jóvenes profesores que reemplazan a los viejos intelectuales de vanguardia crítica, y el nombramiento de economistas y de administradores en los mandos medios de dirección académica, garantizan las reformas curriculares acorde con las demandas neoliberales. Golpe bajo al trabajo crítico y humanista; ganancia  para el trabajo administrativo. Burócratas contra intelectuales.
De manera que la Universidad se adapta a las exigencias del mercado edificando el llamado por algunos teóricos “capitalismo académico”: una “Universidad emprendedora”, lo que quiere decir subordinada a la mercantilización de sus componentes. El “capitalismo académico”, el cual ha sido impuesto como política central por los países de élite, asume la educación como industria, fábrica, como businnes university. La Universidad queda reducida a un bazar de servicios educativos y de bienes simbólicos y culturales, con clientes y accionistas (los estudiantes), con obreros y asalariados (los profesores), con productos (los resultados de las investigaciones, los saberes y conocimientos) y gerentes ecónomos, administradores (directivas). En este bazar universitario a los logros académicos de los profesores se les evalúa o controla de forma cuantitativa, es decir, por la cantidad de productos de investigación, de publicaciones, de cátedras, de participación en eventos. Al profesorado se le trata como a un insumo, un objeto consumible y consumidor. Las lógicas de la comercialización de la eficacia y de las competencias de rentabilidad dominan el territorio.
¿Dónde la autonomía crítica del docente intelectual? Los baby teacher dan la respuesta: son cosas del pasado dicen; peticiones de una historia muerta, enterrada. En su lenguaje dan un no a la memoria y un sí al “ahorismo” consumible, adaptado. La instrucción y formación de docentes que hacen de la tecnocracia algo plenipotenciario, o bien que asumen la modernización tecnológica, impuesta desde arriba, con preocupante ingenuidad, es una de las más grandes heridas en el corazón de la academia. Ante la reflexión se propone la gestión; frente al debate político y cultural se irrumpe con una relajación pragmática; contra una actitud de confrontación y diferencia, se establece una postura de adaptación, aceptación y confort académico. Es la “mercadización” de lo social, de lo educativo, donde triunfan las dinámicas de lo administrativo, del “gerencialismo”. De esta forma, la paranoia, la autocensura y el conformismo se reivindican en estos escenarios empresariales de hipervigilancia y control competitivo.
El ascenso del pensamiento neoconservador y de la globalización económica neoliberal ha contribuido a crear este tipo de docente universitario adaptado y adaptable. De modo que al joven docente le han otorgado un papel de legitimador político, cultural y moral de los regímenes hegemónicos. Atrás quedaron los tiempos del intelectual disidente, las posiciones libertarias. ¡Oh baby teacher, bienvenidos al futuro!


La Emocracia autoritaria
Por Carlos Fajardo Fajardo
“Detrás de los actuales debates teóricos sobre nacionalismo, sobre identidad, sobre política y fundamentalismo religioso, hay un tema oculto: la pasión”. La frase de Michael Walser nos ubica en el punto álgido de las sensibilidades políticas actuales, donde se organizan las ideologías con base en la emoción pasional de los ciudadanos, gracias a los medios y a las lógicas del mercado. La pasión ideológica lo colma todo en el neoconservadurismo actual. Contrario al procedimiento razonable y democrático, que llega a la aceptación de acuerdos, “la pasión, nos dice Walser, es siempre impulsiva, sin mediaciones: lo quiero todo o nada”. De esto al fascismo no hay distancia alguna. Sus resultados son los dogmatismos, el terror, las persecuciones, las acusaciones y, por ende, paranoias y atrocidades. Por lo mismo, la emocracia pasional fomenta el salvajismo de los muchos a favor de los pocos. Ante la ley de la doctrina tiránica emocrática, se inclina una apasionada muchedumbre vehemente. Es como si se hubiera alcanzado el estadio de un cogito interruptus, suspendiendo todo pensamiento ante el gran ídolo. Pero aclaremos: la pasión estética e imaginativa, como sabemos, ha edificado y fundado las más grandes e inquietantes obras del espíritu. No es por esta pasión plena de poesía que disparamos nuestra alarma, sino por aquella masiva y adoctrinada, la cual en un instante puede destrozar, de forma sangrienta, las más poéticas obras.
He aquí el resultado de lo llamado por nosotros Emocracia autoritaria: una pasión ideológica, enajenada y obesa de certidumbres absolutas, lo cual desafía  cualquier sensatez, cualquier alteridad, cualquier respeto a la diferencia. Sus consecuencias son predecibles: redes de informantes, caza de brujas, odio combinado con fe y creencia. Las sensibilidades contemporáneas globales son su mejor ejemplo. La emocracia ha permeado en toda la cultura formando ciudadanos obedientes que dan un sí a la destrucción de sus adversarios, un sí a su aniquilamiento y, lo peor, votan por la guerra. Éstos, tal como nos lo ilustra Walser, “no son una sangre tranquila, sino que hierve, por eso son exagerados y apasionados, ansiosos  como están por derramar la sangre de sus enemigos (…) Y los peores de ellos son los demagogos que se ponen a su cabeza, a los que no se concibe como cínicos manipuladores o príncipes maquiavélicos, sino como hombres y mujeres que comparten plenamente las pasiones de las personas a las que guían. Eso es lo que se quiere decir con ‘energía apasionada’: los sentimientos son genuinos, y por eso producen tanto miedo”.
Convencidos de haber actuado correctamente, estos ciudadanos se muestran felices y triunfantes. Han estado demasiado tiempo bajo una burbuja mercantil y mediática, creada y organizada por los dueños del globo. Ya lo había diagnosticado Gilles Deleuze: hoy vivimos en sociedades controladas a través del mercado y de las máquinas informáticas, las cuales crean nuevas formas de vigilancia. Escuchémosle: “El departamento de ventas se ha convertido en el centro, en el ‘alma’, lo que supone una de las noticias más terribles del mundo. Ahora, el instrumento de control social es el marketing, y en él se forma la raza descarada de nuestros dueños (…) El hombre ya no está encerrado sino endeudado”. Es, pues, la instalación efectiva de un despotismo delicioso, alimento de la emocracia.
Control continuo y permanente sin que el implicado se queje. Tal es nuestra actual cartografía mental y sensible; tal nuestro nuevo encierro histórico. ¿Qué responsabilidad ética tiene el colectivo que apoya todas estas manifestaciones de una emocracia masificada? Es obvio que dichos regímenes no pueden sobrevivir sin tener la complicidad de una colectividad  que apoye sus propuestas, a pesar de que conozcan los horrores y errores de sus gobernantes. He aquí una de las demandas del autoritarismo en general: absorber a los individuos haciéndoles perder su autonomía crítica. Sin escisiones ni rupturas, los ciudadanos asumen “la Gran verdad” del régimen en rigor; es la mimesis entre lo privado y lo público, una totalidad sin fisuras. Su misión es mesiánica, un disparo al futuro de salvación. Para lograr tal teleología, en su terrible agenda se lee la eliminación de cualquier opositor. Totalitarismo en serio y en serie. Imposición de una colectividad adoctrinada y efusiva, con el proyecto de establecer el pensamiento único de un líder  supremo situado por encima del Estado de Derecho y del orden jurídico, con una fuerte estructura burocrática y corrupta.
Gracias al monopolio de los medios y de la economía de mercado, se garantiza el triunfo y la permanencia de la emocracia autoritaria, como también el rechazo a toda memoria histórica, la exaltación del culto a la personalidad, la repugnancia hacia cualquier actitud dubitativa, el aplauso a los rituales de un nacionalismo neoconservador retardatario. Al decir de Hebert Gatto: “el totalitarismo contiene elementos que lo aparentan con las viejas teocracias históricas. Pero no es una de ellas, sino una respuesta política secular, moderna, en un tiempo en que Dios ha dejado de operar. Si el Ser Supremo, como autor o legitimador de la moral, dejó de ser el centro de la escena, es necesario que surja un sucedáneo que permita volver a aplicar sus pautas desde arriba, sin necesidad de recurrir a la religión”
De esta manera, se impone una moral unitaria, centralizada, homogénea, donde toda contradicción, todo disentimiento se vuelven delito. Bajo este ambiente se incuban  y florecen las pasiones ideológicas, alimentadas por la propaganda y la publicidad, las cuales hechizan  y fascinan, seducen y ordenan obedecer al mandatario supremo. La propaganda, entonces, cumple el papel de constructor de mundos ficticios, asumidos por el ciudadano como reales. “Ganarse el corazón del pueblo” proclamaba Josef Goebbels, el Ministro de Instrucción Popular y Propaganda del Nazismo. Ganarse la pasión, la emoción guerrerista, masificada en red, a través de valores tradicionales, religiosos y patrioteros. Ganarse el corazón del pueblo a través del miedo a un inventado enemigo. Como tal es una influencia desproporcionada sobre las mentalidades. En ello se puede observar la exaltación al dominante como modelo a seguir- e imitar-, la idolatría a las fuerzas armadas y a su sentido heroico, la subordinación del individuo a los principios del jefe, padre modelo protector a la vez que autoritario. Es la imagen social de una cultura cerrada y provincial. La premodernidad activa, gozando de buena salud.
Seducción, fascinación ante el espectáculo masivo del poder. Creación de sensaciones que buscan generar en el individuo masificado la idea del triunfo y de la importancia plena de su líder. ¿Cuáles son las consecuencias políticas?  La parálisis ideológica, la no acción frente al horror de los sucesos. Es como entrar a la “peste del olvido” macondiana, a una burbuja doctrinal. Parálisis mental, pues ya existe alguien quien piensa por todos; parálisis política, pues el gran líder-mesiánico ya actúa en ese campo a favor de sus subordinados, y parálisis de opinión, autocensura desmedida, pues el gran sacerdote opina con verdad y sapiencia sobre todos los asuntos con “una inteligencia superior”. Obediencia y silencio, ignorancia y colaboración. ¡Vaya esperanzas!

*Poeta y ensayista colombiano

  
Obesidad consumista, anorexia de crítica
Paradójica condición la del capitalismo global: el hiperconsumo en las sociedades del mercado, nutre a los ciudadanos de desechables bienes materiales y simbólicos, pero a la vez los desnutre como ciudadanos analíticos y autónomos. Obesidad consumista, anorexia de sentido crítico-creativo. La paradoja es crónica: se vive entre un ciudadano seducido, anonadado y hechizado por el macromercado, y un consumidor depresivo, saturado pero insatisfecho, lleno pero indigesto. De modo que, entre más nos llenamos de deshechos en las híper-ofertas, más nos vaciamos en la sociedad del desengaño y la frustración. Plenitud simulada, decepción real.
Comprar más, acaparar más, turistear más, gozar más, producir más, tirar más, saturarse más, adquirir, desechar y remplazar, refleja la mentalidad de un capitalismo que ha introducido su ideología expansionista y desarrollista en un individualismo extremo, el cual ve fracasadas sus aspiraciones cuando se topa con las pocas posibilidades de realización. Entonces crece el desengaño en esta cultura de paradojas; aumenta la decepción en la vida cotidiana. Entre más cantidad de productos ofertados, mayor zozobra al no poseerlos todos al infinitum. Satisfecho un deseo de compra aparece la carencia de nuevo. La sociedad del mercado garantiza una permanente angustia metafísica en línea. He aquí lo paradójico: llenura efímera, vacío perpetuo. No cumplir con dichos rituales, que rayan lo patológico, es correr un gran peligro. La identidad, la autoestima, el sentido de pertenencia social se verían afectados. El consumo es una carrera por lograr distinción y reconocimiento como ciudadanos de primera categoría.
En la sociedad del mercado, se impone entonces que cada cual trate de convertirse en un seductor producto, consumible y consumidor. Estar visible y vendible en las vitrinas es de suma importancia, de lo contrario se le redactará su acta de defunción. Y las vitrinas son las redes digitales, las pantallas, los diversos escenarios del marketing, nuestra mejor imagen para los empleadores, la exposición de intimidades. He aquí al consumidor consumido. De la soberanía del sujeto ciudadano moderno, pasamos a la llamada “soberanía” del consumidor mediatizado, nueva falacia del capitalismo global.
En el plano político también observamos los impactos del síndrome consumista. Cuando es mayor la desconfianza de los ciudadanos hacia la política y los políticos, es más agresiva la instalación de populismos mediáticos y de caudillos elegidos a perpetuidad por acomodadas democracias. La despolitización y la falta de análisis en las mayorías, es caldo de cultivo para los regímenes sensacionalistas y pasionales. La dinámica es contradictoria: masificación de un sentimiento populista y efusivo en medio de un escepticismo respecto a los políticos.
No cabe duda que, en esta época dedicada al consumo hedónico y onanista, gran parte de los ciudadanos cambien la reflexión crítica por la espectacularidad de las emociones histriónicas de los caudillos. Sus discursos patrióticos, tradicionalistas y moralizantes, les llega en medio de sus nebulosas y confusas opiniones, convirtiéndose en tablas salvadoras para el naufragio ideológico. Entre más decepcionados estén los individuos, más esperanzados se presentan ante los esquemas conservadores que dan supuesta estabilidad y seguridad en la sociedad fragmentada, dispar y caótica. De allí que se vea bien pedir un retorno al orden, al régimen de la fuerza en esta “atmósfera anárquica".
Tampoco se nos haga extraño que, en medio de estas obesidades consumistas, la misma rebelión sea utilizada para el mercado y el entretenimiento mediático. A cualquier protesta se le transforma en show, se le desvirtúa su ética de confrontación. Por asombroso que parezca, ayuda a alimentar la estructura capitalista que combate. Todo lo transgresor comienza a ser parte de la propaganda de consumo inmediato: los movimientos anti-globalización, ecológicos, feministas, alternativos, gays, antixenófobos, el neo-malditismo artístico, las marchas de pacifistas, se transforman, a pesar de ellos, en productos de una cultura de “lo novedoso” que seduce y vende imagen. La rebeldía en la era global se ha convertido en un producto más de la industria del espectáculo, una mercancía desechable, novedosa, sin peligro real, pero excitante. ¿Dónde la rebeldía metafísica? ¿Dónde la rebeldía histórica? Se han transformado en rebeldía mediatizada, rediseñada para el consumo. He aquí la paradoja de paradojas.



La maquinaria de culpabilidad
No existe algo que sorprenda más que la identificación de las mayorías con el magnetismo del dirigente histriónico autoritario. Tanta es su atracción que a los fanáticos les tiene sin cuidado las consecuencias éticas, aun cuando sean ellos mismos víctimas de las persecuciones por parte de su idolatrado jefe. La asunción de cierta ley superior sorprende en estos individuos por su deliciosa crudeza. De esta forma, el éxito de los proyectos dictatoriales queda garantizado, pues, por una parte, estos ciudadanos viven convencidos de hacer parte del poder, o de ser importantes en las decisiones gubernamentales; por otra, cualquier acción del régimen, así sea arbitraria se justifica, gracias a la confianza en sus “responsabilidades públicas”.
Bajo dichos regímenes, el progresivo y sistemático silenciamiento del opositor se nota menos, debido a ciertos procedimientos aceptados como legales. Al rival se le silencia con métodos “democráticos” que cumplen el simulacro del debido proceso. He aquí el juego hábil y nada limpio del audaz hechizador de multitudes: aplicar al oponente el método de “culpabilidad por asociación”, cuya consecuencia, en palabras de Hannah Arendt, es que “tan pronto como un hombre es acusado, sus antiguos amigos se transforman inmediatamente en sus más feroces enemigos; para salvar sus propias pieles proporcionan información voluntariamente y se apresuran a formular denuncias que corroboran las pruebas inexistentes contra él. Este, obviamente, es el único camino de probar que son merecedores de confianza”.
Nos encontramos entonces con una seductora maquinaria cuya función es hacer que la sociedad civil acepte los golpes sin mayor queja alguna. Una maquinaria de control desde adentro, de fidelidad y obediencia, “que tritura los sueños” como se lee en un verso de Salvatore Quasimodo. Bajo esta atmósfera, los ciudadanos aprueban la judicialización y criminalización de la vida cotidiana, hasta ver justa aquella monstruosa sentencia pronunciada en el cuento la colonia penitenciaria de Franz Kafka: “la culpa es siempre indudable”. De manera que todos estamos destinados a que se nos condene, bien sea por Dios, la patria, la familia, la escuela o el Estado. Esto se observa cuando entra en funcionamiento el autocastigo y la autoculpabilidad: el implicado siente que, por mandatos supremos, debe sentirse culpable sin serlo. El recurso retórico que lleva a la mayoría a considerarse culpable, es una de las mejores estrategias de los regímenes autoritarios para perpetuarse en el poder. La culpabilidad colectiva exonera de todo juicio a los verdaderos responsables de los horrores históricos. Su insistencia y repetición mediática anula la posibilidad crítica de los ciudadanos, atomiza al pueblo, invita a la expulsión de los no creyentes. La mentira crece y se transforma en agua sacramental para la limpieza de los herejes. Es un discurso retórico frenético, monotemático donde el terrorismo, el narcotráfico, la corrupción, el paramilitarismo, son los platos rotos que debemos pagar todos por tener la marca de la no inocencia. La dignidad, el respeto y valor de un pueblo quedan humillados por esta retórica morbosa y siniestra.
La actitud cínica de culpabilizarnos a todos de los horrores del mundo – y por ende de criminalizarnos en masa- alimenta discursos fanáticos de muerte y exterminio. Si todos somos culpables todos debemos pagar y morir por ello. Las intenciones son visibles: justificar las acciones de un terror tanto simbólico como real; legitimar el ocultamiento de la verdad, llevando la falsedad a sus más espeluznantes extremos; hacer de la mentira un valor intercambiable y usable según las circunstancias; indultar a los camuflados verdugos. Seducidos por dicha factoría, no sólo caen “las mayorías silenciosas”, sino también buena parte de los creadores e intelectuales activos. De vigías atentos y críticos ante las desavenencias de su época, pasan a ser actores de la farsa. De esta manera, el poder comienza a sustituir “invariablemente a todos los talentos de primera fila, sean cuales fueren sus simpatías, por aquellos fanáticos y chiflados cuya falta de inteligencia y de creatividad sigue siendo la mejor garantía de su lealtad” (Hannah Arendt).
Los resultados son desastrosos. Se pone en línea y en red una emocracia irreflexiva, peligrosa y sectaria, alimentada por la efervescencia mediática. Por lo tanto, la maquinaria de culpabilidad no sólo produce intimidación y dulce aceptación del castigo, sino también una sensiblería acrítica, temperamental, inmediatista, de llanto extremo, que en el fondo da legalidad a las vejaciones. La emocracia irreflexiva y sentimentaloide no conduce a otra cosa sino a la identificación de las masas con las normas de las tiranías, justificando las formas del terror disfrazadas de lágrimas. De manera que publicidad y terror se unen como algo necesario para defender las instituciones. Basta sólo ver como se aprovecha políticamente la emotividad de la víctima y de sus familiares para darnos cuenta que, detrás de todo este show doctrinal, existe la intención de des-responsabilizar a los verdaderos culpables y culpabilizarnos a casi todos. Así opera la maquinaria de culpabilidad. Tras ella se escudan verdugos y víctimas. Los primeros como sujetos que cometen sus crímenes obedeciendo órdenes superiores, lo que comprueba su inocencia; y los segundos que, al pagar justos por pecadores, son convertidos en motivo de lástima, caridad, compasión, remordimiento, lo cual “culpabiliza” a toda la sociedad. Con ello se garantiza que los ciudadanos acepten la culpa como una perversa y dulce guillotina, pues ésta “es siempre indudable”.


Paradojas del autoritarismo
“Vivimos en la época de la premeditación y del crimen perfecto”, afirma Albert Camus en su libro El hombre rebelde; época en que los criminales se transforman en jueces. Terrorífica paradoja. Camus es aún más incisivo: “juzgados ayer, hoy dictan la ley”. Ahora sabemos que estos jueces son excelentes actores frente a unos medios que maquillan la representación de sus “buenas” hazañas, provocando el olvido de espantosos crímenes. He aquí como se gerencia la sensiblería ingenua y el sentimentalismo en una sociedad amnésica. Al decir de Milán Kundera, esto no es otra cosa que imponer en el imaginario popular el imperio del kitsch totalitario. Escuchémosle: “En el reino del kitsch impera la dictadura del corazón (…). El sentimiento que despierta el kitsch debe poder ser compartido por gran cantidad de gente (…). Nadie lo sabe mejor que los políticos. Cuando hay una cámara fotográfica cerca, corren enseguida hacia el niño más próximo hasta levantarlo y besarle la mejilla”.
De manera que, el juego de cámaras, micrófonos y de luces sirve para ciertas audaces metamorfosis. De malandrín se pasa a ser un sensible protector paternalista. La eficacia sensacionalista de la cultura del efecto publicitario, adquiere verdadero sentido. ¡Oh febril espectáculo! El verdugo de ayer, hoy es figura venerada. Se entra así al mundo de lo sagrado donde, ante la imagen plenipotenciaria del patrón, del jefe y del padre protector, no hay dudas ni sospechas, solo fe y confianza. Es la euforia de la servidumbre, el eterno retorno del culto a la personalidad, la sacralización del paternalismo hacendario y semifeudal. Vaya hibridaciones glocales. Las tecnoculturas de la información y de la comunicación, contraen nupcias con las tradiciones decimonónicas conservadoras, todavía activas y usables.
Siguiendo esa lógica de perversas paradojas, bajo el amparo de cierta aureola religiosa, la imagen del jefe de gobierno en los Estados neoconservadores actuales, se une al militarismo secular moderno. Es entonces cuando la idolatrada providencia presidencial promete progreso, la paz a través del exterminio de sus oponentes. Sin embargo, esto no hace otra cosa que activar los mecanismos de control de la casa, eternizar sus tradicionales valores, garantizar la tranquilidad en la pantagruélica cena de unos cuantos elegidos. La guerra contra los no invitados a este banquete se hace obsesiva y pletórica. El terror se manifiesta en todo su furor, el nacionalismo también. Cualquier acción del Padre por “salvar” su clan se justifica. Ya lo aseguraba Hitler: “estoy pronto a firmarlo todo, a suscribirlo todo (…). En lo que a mi concierne, soy capaz con toda buena fe, de firmar tratados hoy y romperlos fríamente mañana, si está en juego el futuro del pueblo alemán”.
Se justifica la trampa, la mentira, la invención de un enemigo perpetuo para fomentar un terror perpetuo en nombre de la patria. Es la lógica del poder con la cual éste se petrifica. Claro, el Padre-jefe, plenipotenciario y redentor, no puede explicarse más que por un rival ilusorio o real, por una actitud guerrerista. Necesita de un “otro” opositor para legitimar sus acciones. He aquí lo terrible. Gracias a esta ideología guerrera, la vida civil va siendo subsumida en una mentalidad militarista policial presentada y promovida, una y otra vez, en la aparatosa tempestad de violencia telemática. Se militarizan casi todas las prácticas sociales; los ciudadanos interiorizan la norma militar de obedecer al superior, de tal modo que, bajo la orden presidencial y su cumplimiento, la ciudadanía, con su vocabulario y una sensibilidad policial, se apresta al combate de todos contra unos pocos. Y allí lo tenemos: en nuestros sitios de trabajo, en los centros educativos, en maestros, estudiantes, gerentes, empleados, en mandos superiores y medios. Es decir, en casi todas las prácticas sociales se infiltra la idea de que, igual al Padre-jefe y a su grupo de gobierno -transmutados en policías protectores-, se debe asumir una actitud ofensiva, triunfalista, despótica ante nuestros semejantes.
Por lo visto, el lenguaje militarista se ejerce y asume con extrema naturalidad comunitaria. Es el lenguaje de la neo-esclavitud en una época de agresivo neoconservadurismo. Con el mismo lenguaje se califica a los opositores de antipatriotas y herejes, desterrándolos del momento histórico sacralizado. Al blasfemo se le juzga por descreído al no acatar los designios del Padre. Ser patriota entonces es un acto de fe. Ya lo aseguraba Borges. Este patriotismo, asumido como religión, pide lealtad a sus íconos y símbolos. Basta observar el histrionismo patriotero de juramentos y compromisos masificados para dar cuenta de cómo estos se unen a las acciones antidemocráticas de gobiernos que agencian la exclusión, el ninguneo, el silencio, la culpa y el remordimiento del marginado.
Lo anterior sólo demuestra que, en los países donde actualmente el conservadurismo reina, están vigentes algunos rituales del poder decimonónico. Así por ejemplo, la destrucción de la memoria colectiva y de un pasado de reivindicaciones populares; la instauración de un neo-despotismo radical y religioso; la proliferación y manejo de un lenguaje militarista, infiltrado en la cotidianidad y en las actividades civiles; la lógica maniquea de los medios y su matrimonio perverso con los gobiernos, la obligatoria exigencia de no oponerse al cacique político, al gamonal y al mayordomo. Todo ello excluye cualquier disidencia y alteridad. De este modo, las ceremonias y gestos del autoritarismo están siendo rediseñados en estos tiempos de las paradojas globalitarias. El verdugo de ayer hoy es figura venerada.

* Poeta y ensayista colombiano 

El show de las lágrimas 
En la escena mundial contemporánea, nuevos autoritarismos han surgido propagando una cultura global perversa que impacta las sensibilidades, se incuba en las instituciones, alimenta la virulencia de un individualismo insolidario. A la cultura actual la envuelve una atmósfera de competencia que introduce la idea de la inutilidad de la acción civil y de las protestas comunitarias-solidarias, imponiendo un egoísmo intimista y cierto onanismo autista. En este ambiente no hay espacios para la sospecha ni para la duda, no existe aire para exigir transformaciones.
La globalización ha creado escenarios perversos, los cuales se constituyen en industrias de fabulación. Como fábula, la globalización económica y cultural, proyecta un mundo de ilusión espectacular, tal como los medios nos lo hacen ver. Sin embargo, al desmontar esta industria de fabulaciones y de mentiras encontramos el verdadero rostro de la era global e imperial: la legitimación de los asesinatos y del uso de la fuerza; las invasiones de los bárbaros poderosos, las privatizaciones en red, el hambre, los desplazamientos, las emigraciones y exclusiones en masa, la mortalidad infantil, la pobreza, la proliferación del desempleo, las falacias de un sistema edificado sobre la doctrina de la competencia, finalidad política-económica que justifica la práctica de cualquier medio. Cuando la realidad presenta esta cara siniestra, es maquillada con una luminotecnia voraz publicitaria.
Por su lógica de travestismo político, la perversidad de la globalización impone el cinismo como ideología, lo cual es visible en ciertas sensibilidades camaleónicas que se infiltran en los entramados del poder, buscando ser aclamadas y aceptadas, aprovechando los acontecimientos más propicios para engrandecer su imagen. Estas personas chupan la sangre de sus jefes, no para debilitarlos sino para elogiarles la inagotabilidad de su potestad. Se constituyen en los mejores propagandistas de las acciones de los poderosos, ayudan a fortalecer más la perversidad del statu quo.
Con fuertes garantías económicas, los medios donan diariamente el alimento para que esta ideología del cinismo perverso no muera de inanición. El show de la perversidad global se muestra entonces en aquella cultura de ídolos y fetiches impuesta por la tiranía de la farándula y del mundo de las finanzas. Los artistas, ricos y famosos, ganan imagen en tanto más autoritario y trágico se vuelva el ambiente internacional. Cualquier catástrofe natural y social, cualquier drama comunitario, les sirve a los famosos para crear espectáculos y sacar a relucir su afán de altruismo humanitarista, que no solidario. Ante el dolor de los otros, se transforman en mercaderes de cadáveres. El llanto y la pobreza de sus semejantes les garantiza actualizar la vitrina con sus mercancías para futuros consumidores, mantener una imagen de rico y famoso condolido, promocionar el show de sus lágrimas. Así, el dolor se convierte en una perversidad infame, puesto que es el egoísmo competitivo e interesado, y no el humanismo solidario, el verdadero motor de estas industrias del ocio.
Es una guerra de imágenes la que se inicia entonces. Guerra entre ricos y afortunados por mantener el raiting a costa del sufrimiento y la orfandad de los excluidos. Esta perversidad se proyecta en los medios al lado de la lumínica y excesiva pomposidad ligth. Los medios entonces, combinan, mezclan y fusionan la imagen mítica, bella y pulcra de los famosos con la crueldad del hambre, de las guerras y las catástrofes producidas por la globalización imperial.
Existen, sin embargo, otras formas de perversidad mediática. Es cuando la morbosidad de los acontecimientos entra en escena, adueñándose del acto central. El show y el shock de la perversidad global proyectan en los medios los terrores de la realidad como seductora pesadilla. Se impone así algo perturbador: la obscenidad ante el dolor del otro. Este realismo extremo se nos vende como una agresión institucionalizada por el mercado de la violencia, al cual nos acostumbramos cada día, deseando su constante presencia. Entonces el cadáver putrefacto y su yerta imagen, los horrores ante el huracán y el terremoto, el largo llanto del desplazado y del secuestrado, la mueca de dolor del emigrante, la impunidad de la víctima, llegan al éxtasis, produciendo entre los consumidores una catarsis surgida de los cataclismos de una cotidianidad adversa.
Para mantener viva la audiencia e imponer lo exigido por el mercado, la globalización, aliada con el sensacionalismo publicitario, teatraliza tanto las fingidas lágrimas de una farándula perversa, como los rituales de la ignominia y de los tormentos cotidianos.
* Poeta y ensayista colombiano


De censuras y paranoias
Paranoia y perturbación es lo que siente el poder ante la palabra certera y contundente del escritor crítico; paranoia frente al peligro de un desmoronamiento moral y político del sistema de reglamentaciones; paranoias en serio y en serie, por lo que de inmediato pone a funcionar su aparato de censura.
Entonces, en nombre de la “protección” ciudadana y de las instituciones se fiscaliza, se vigila, se utiliza el lápiz rojo de la corrección. Bajo una atmósfera autoritaria no es raro que algunos escritores, intelectuales, artistas, profesores, periodistas y científicos se presten al juego burocrático de las colaboraciones, se constituyan en jueces y purificadores del templo. Lo preocupante se presenta cuando al señalado en la lista -al censurado- se le amenaza tanto que, por sus propios medios y miedos, comete autocensura. Esto marca el índice de sometimiento que las normas del statu quo han alcanzado en él. Ha interiorizado la versión del régimen y lo invade un complejo de culpa. En adelante su autonomía se transforma en una intimidad autovigilada.
Debido a la paranoia en red, estos controles y autocontroles se propagan entre los ciudadanos. Los miedos se aposentan tanto en el censurado como en el que censura. Al masificarse fragmentan la sociedad e individualizan cada vez más a los sujetos que, por su seguridad, se vigilan unos a otros, creando una población de informantes. Hiperprivatizada la vida, la incomunicación prospera en este reino del silencio y la sospecha. Gana el intimismo antisocial, la repugnancia al ágora, el rechazo a compartir ideas. En los regímenes paranoicos esto garantiza que los jefes de Estado se proyecten como padres salvadores, curanderos de enfermedades crónicas, llámense éstas libre pensamiento, terrorismo, democracia participativa, islamismo, inmigración, socialismo democrático. Son exorcistas que sanan las mentes invadidas por los “ejes del mal”.
De modo que, los regímenes paranoicos gerencian el simulacro de la libre competencia de ideas, pero dejan al descubierto un camuflado totalitarismo político y mediático. Esto no es más que legitimar la gran sociedad de la mentira. Cuando presienten que alguien desgarra el velo de las apariencias, disparan sus alarmas. Entonces, actúan casi por instinto de conservación contra el antagonista, tergiversando sus ideas, despistando a la opinión pública. El régimen evidencia sus miedos, e inventa una guerra entre los que tratan de despejar las cortinas de humo y aquellos empeñados en alimentar el fuego de los engaños.
De esta manera, la censura erige la cultura de lo facticio, es decir, mentiras fabricadas como verdades, artificialidad asumida como certeza. Se oficializa la perversidad del engaño. Lo facticio se constituye en una “verdad” comunitaria; aniquila la posibilidad de edificar una sociedad fundada sobre éticas de la responsabilidad, la franqueza y lo solidario.
He aquí regímenes de permanente invasión totalitaria. Sistemas políticos que violan las libertades cívicas con métodos “exquisitos” e imperceptibles. Censuran y autocensuran sin necesidad de Gulags ni Auschwitz; imponen su autoridad sin estruendos pero con eficacia. Allí están los medios masivos de comunicación; allí las miles de cámaras de circuito cerrado vigilándonos; allí los policías virtuales en Internet, el rastreo de nuestros más íntimos datos; allí el seductor aparato del mercado; los espectáculos del poder y el poder como espectáculo.
Su estrategia es arrasar los pocos derechos colectivos e individuales que en una modernidad, incipiente y a medias, fueron conquistados. Esto hace que las sociedades edificadas sobre terrenos nada fértiles para una verdadera democracia involucionen. Con estos métodos balcanizan tanto a países como a sensibilidades, alejan de la polémica y del debate crítico al ciudadano de a pie, petrifican a la sociedad civil, borran de la memoria atrocidades históricas, e instalan, sutilmente, una ingenua complicidad colectiva con el horror y los asesinatos. De esta forma aseguran el continuismo, se perpetúan en su silla.

Los rostros del totalitarismo 
El 14 de diciembre de 1957, Albert Camus, en la conferencia “El artista y su tiempo”, pronunciaba estas palabras: “el artista, sancionado o elogiado como tal, lo quiera o no, se ha embarcado. ‘Embarcado’ me parece aquí un término más preciso que la palabra ‘comprometido’ (…). Todo artista está hoy embarcado en la galera de su tiempo”. A principios del siglo XXI estas sentenciosas palabras se nos presentan más actuales y robustas que nunca. Sin embargo, nuestra barca ha cambiado de tripulación, se han mutado los vientos y navega sobre océanos más problemáticos. Hoy las tormentas del tiempo arrasan con los pocos instrumentos de navegación y, aunque algunos todavía tratan de visionar algo desde los altos mástiles, sus catalejos son obsoletos frente a la realidad de las cartografías rápidamente cambiantes. Seguimos embarcados, es cierto, pero se nos hace más difícil el viaje, mayor la sensación de naufragio.
Sí, hoy vivimos en sociedades de contrastes, de paradojas y contingencias. Entre la unidad y lo disperso; entre lo unidimensional y lo múltiple se mueven los distintos discursos que levantan la Babel contemporánea. Estas son las sensaciones que tenemos en el estado actual de la cultura. La fragmentación y el resquebrajamiento de las descripciones últimas de la realidad; la fractura de los fundamentos y la pérdida de centros autoritarios discursivos, nos muestran una aparente gama de posibilidades epistemológicas, políticas y culturales como ganancia y apertura ante los totalitarismos conceptuales de exclusión. Entonces, multiplicidad, heterogeneidad, pluralidad, hacen parte de las sensibilidades y percepciones de un mundo centrífugo, abierto a una democracia posible. Pero, ¿Estamos realmente en la centrífuga de los discursos, sin centros ni poderes totalitarios y hegemónicos? ¿No existe autoridad que unifique esta multiplicidad de sensibilidades y saberes?
El no concederle más crédito a las ideologías no significa que hayan desaparecido. Por el contrario, su manifestación es contundente, si bien no de la misma forma con la cual ejercieron tanta influencia en los últimos siglos. Cierto, la desconfianza y la puesta en duda de las utopías modernas es patética. Esas maneras de centrar la realidad en busca de un historicismo trascendental se han debilitado. Sin embargo, otros relatos han surgido con mayor fuerza de unificación universalista, con pretensiones de hegemonía global en todos los órdenes. Hijos de la racionalidad instrumental modernizadora; herederos de la visión expansionista e imperial, ellos proceden a enriquecer el simulacro de la heterodoxia, instaurando un totalitarismo plural y un pluralismo totalitario, con un pensamiento único, fiscalizador de las diferencias. Los nuevos macro proyectos del capital global (mercado y medios) impulsan la idea de libertad de gustos y de escogencias; registran en su agenda la ilusión de una democracia real; edifican la mentira del aquí todo vale y es posible. Pero mayor es nuestra sorpresa y más grande nuestro asombro al comprobar el verdadero rostro de sus propietarios. En este pluralismo autoritario- paradoja actual- ¿en qué quedan convertidas las divergencias ideológicas contestatarias, las protestas/propuestas a la mundialización cultural y económica? ¿En simples simulacros democráticos? Democracia ilusoria, autoritarismo real.

Sensibilidades masivas conciliadoras
Ese mismo 14 de diciembre del 57, Camus también lanzaba esta premonitoria afirmación: “Lo que caracteriza a nuestro tiempo, es la irrupción de las masas y de su condición de pobreza ante la sensibilidad contemporánea”. En efecto, Camus fue testigo de la irrupción de un capitalismo que, a medida que globalizaba el mercado y los oligopolios mediáticos, facilitaba la irrupción de la pobreza no sólo material sino espiritual en grandes proporciones, creando la sensación de fracaso de toda actitud crítica valerosa. En la actualidad la balanza está en definitiva desequilibrada. Mientras se legitiman y se les da voz a inmensas simbologías ideológicas de las instituciones, se excluyen a las minorías que marcan diferencias, distanciamientos, contradicciones. La intemperie es entonces el espacio del sujeto creador crítico. Por ello, recordando de nuevo a Camus, crear hoy es crear peligrosamente; sobre todo, en una sociedad que exige del artista un arte de pasatiempo refrescante. Las instituciones normativas del arte aplauden la des-responsabilidad del artista respecto a su entorno y llenan de premios al arte que satisface las preferencias del cliente y de los propietarios del gusto.
A la sociedad actual, al mundo cotidiano, azotado por visiones ecónomas y mediáticas empiro-pragmatistas, poco le interesa un pensamiento de sabotaje, un arte de renovación. El desgarramiento lúcido, la pérdida de gratas cadenas, el sentir las fuertes borrascas de una historia sombría, la duda ante entronizados ídolos, el abordar nuevas orillas, quizá no esté en los propósitos de algunas de las actuales sensibilidades. Éstas se han vuelto, por el contrario, inquisidoras y ultraconservadoras. Señalan y juzgan a la alteridad alterada; apoyan redes de informantes, son cómplices de las nuevas hogueras. Los versos del poeta Odiseas Elitis no pueden ser más actuales: “Llegaron vestidos de ´amigos´ /incontables veces mis enemigos,/ pisando el antiquísimo suelo,/ ofreciendo los antiquísimos dones./ Y sus dones no eran/ sino sólo hierro y fuego./ A las manos que abiertas esperaban/ sólo armas humo y fuego”. Proceden, pues, estas sensibilidades, seducidas hasta el límite por una paranoia extremista, a institucionalizar la homogeneidad sin peligro. Sufren, en fin, de ingenuidad aterradora; aplauden la hiper-vigilancia total.
Hacia una escritura de ideas
Este es nuestro tiempo; época de interesantes y aterradores cambios. Época para estar “embarcados” con una actitud valiente y abierta al calidoscopio que nos signa. Tiempo donde la vida es considerada, por los más recientes mercaderes, algo usable y desechable. En las redes de este sistema-mundo, que nos estrangula con un dolor muy dulce, son permanentes las actitudes de miedo o de silencio. Las palabras críticas entonces caen en desuso, se archivan, son actitudes de algunos “locos del pasado” ahora museificados. La espectacularización de lo trivial y de los asesinatos, las ideologías de la eficacia y del utilitarismo, los lenguajes administrativos y ecónomos que están invadiendo todos los campos de la educación y la cultura, son hoy más escuchados que el diálogo reflexivo y que la inteligencia analítica. Ante ello, no podemos cantar al unísono con estas atrocidades. De allí la urgencia de una escritura de Ideas que supere la actitud conformista de aquella escritura asumida como promesa de éxito y prestigio rápido. Un no rotundo al deseo de instaurar de nuevo la monstruosa frase del nazi Goerin: “cuando me hablan de inteligencia, saco mi pistola”; un no a la tendencia de legitimar la idea del fracaso del arte; un no contundente a instaurar entre los ciudadanos la horrenda concepción que insinúa que aquel que ha puesto a funcionar su crítica reflexiva en contra de los lineamientos de autoridades impositivas es “contra-reformista”, “antipatriota”, “antiprogresista” y “ultraconservador”. Se cambian así las perspectivas. Ahora resulta que los rebeldes son los verdugos y los victimarios las víctimas. Ambigüedades del Totalitarismo plural contemporáneo.

Adoctrinamiento exquisito, servidumbre simbólica 
En nombre del “realismo” y de lo pragmático se ha impuesto un deber social: identificarse con el capitalismo internacional, aceptar su perpetuidad, asumir sin rebeldía su omnipotencia global. En nombre del mercado, de la competitividad, del libre cambio, de las privatizaciones neoliberales y de los chovinismos, se exige defender una actitud complaciente, agradecida con los mecanismos del sistema imperial planetario. Sed realistas es el slogan de la democracia simulada; es decir, sed indulgentes con la dictadura de los mercados financieros y de los medios de comunicación.
He aquí un mecanismo sutil, casi invisible, de coacción, de censura y control, que provoca un dolor dulce, sin el rechazo ni la repugnancia del ciudadano. Éste, la mayoría de las veces, entra a las reglas del juego que el régimen instaura a través de manipulaciones publicitarias y propagandísticas. Con gratitud y satisfacción, las instituciones del poder observan cómo los ciudadanos aceptan conformes, y en consenso, las reglamentaciones impuestas deliciosamente. Ser realista, entonces, es asumir sin queja un adoctrinamiento exquisito, aunque despiadado, que nos seduce y agrada. A esto le llaman tener una mentalidad patriótica, nacionalista, de triunfo y de eficacia.
Bajo las presiones de los poderes económicos y mediáticos, a los ciudadanos les queda poco espacio para proyectar sus inquietudes desde una democracia participativa. Para éstos no existen garantías reales de trascender como individuos si no cumplen con auto eliminarse como sujetos independientes, críticos y autónomos. Esta es la tragicomedia cínica de los actuales despotismos: dominar con mayor “delicadeza” sin que el dominado se de cuenta de ello. Y, por supuesto, a dicho despotismo se le asume con cierta despreocupación, se le tolera por ignorancia u omisión. Peligrosa manera de habitar entre seductores cuchillos ideológicos; paciente forma de soportar con delicia la enajenación de la vida.
La manipulación se hace evidente. Es cuando una complicidad con el poder, en silencio o pública, surge entre la mayoría de los ciudadanos. Un aplauso eufórico y embriagante al déspota se deja escuchar. Desde ese momento la lógica de la razón crítica sede a la lógica de la razón utilitarista, cínica y “realista”. A todo aquel que no coopere con lo impuesto por el autócrata de turno el mal lo circunda, una culpa moral colectiva lo condena a ser expulsado del gran templo. Las dictaduras, en otras épocas temidas por su brutalidad física y política, son ahora aceptadas con su brutalidad simbólica. Dictaduras con manipulaciones informáticas e imaginarios de derecha tele-globalizados por el capitalismo trasnacional; promesas de simuladas felicidades. “Sometimiento elegante”, le llama Ignacio Ramonet, el cual “no trata de obtener nuestra sumisión por la fuerza, sino mediante el encantamiento, no mediante una orden, sino por nuestro propio deseo. No por la amenaza al castigo, sino por nuestra propia red inagotable de placer”.
Claro, el masivo consumo de hiperinformación oficialista, con su indigestión telemática y saturación de noticias, nutre este delicioso despotismo. Del apetito vivaz informático pasamos a la llenura banal mediática. La sobreabundancia informática suprema provoca desinformación extrema. En todo este proceso, la idiocia trivial es el síntoma de ciertas sensibilidades que no desean una explicación argumentada de los acontecimientos, sino máxima excitación y emoción visual.
Por tanto, la distorsión de la realidad, propiciada por los grandes medios de comunicación en los Estados autistas y autoritarios, es un campanazo para estar alerta en todo momento; es un gran desafío para los ciudadanos comprometidos con rasgar el velo de aquellos imaginarios seductores que fomentan un adoctrinamiento exquisito.



El poeta ante las actuales tiranías
"El poeta es un demócrata nato no sólo gracias a la precariedad de su posición, sino también porque su obra va destinada a toda la nación y emplea su lengua” afirmaba Joseph Brodsky en su hermoso y sugerente ensayo sobre Anna Ajmátova. Sí, y cuando las tiranías hacen su entrada violenta por las puertas de la historia, entonces la poesía está allí para denunciarlas y escribir contra ellas. “Escribiremos contra los tiranos creando su confusión”, reza un verso del poeta colombiano Harold Alvarado Tenorio.
Aficionadas al poder, todas las tiranías, sean militares, civiles, económicas o mediáticas, tratan de no perder su popularidad entre los súbditos. Se actualizan siempre gracias a la utilización estratégica de la propaganda y de lo video-político, con un espeluznante cinismo demagógico. De igual manera, las tiranías se hacen sentir como una necesidad irremediable. La idiocia y la estolidez son sus signos, la manipulación ideológica su feroz estrategia. Estructurar, ordenar, masificar, sistematizar, simplificar la vida de las mayorías son sus actividades compulsivas. Cualquier síntoma de distanciamiento e indiferencia es peligroso en medio de este tumulto. Entrega y lealtad, obediencia e identidad, he allí sus exigencias. Un pequeño desacuerdo con esta legislación pone a funcionar la censura, la desaparición, el silencio y hasta el asesinato.
Toda tiranía sabe como incomodar al descarriado. Con su audacia lo convierte en verdugo del orden y del sistema, es decir, invierte las proposiciones: ella se transforma en víctima de aquel que ha ejercido su derecho a disentir, a “abrir la boca” ante la maquinaria gregaria, global opresora. “El poder es repulsivo como los dedos de un barbero”, escribía el poeta ruso Osip Mandelstam. Los dedos de un barbero en el cuello del incómodo, del que echa sal en las llagas pútridas de los tiranos.
No ajena a las condiciones de su época, la poesía, sin embargo, mantiene una activa distancia crítica con lo cual supera el encasillamiento autoritario en dogmas, sectas, escuelas o doctrinas políticas, religiosas, literarias, académicas. La poesía nunca es una cuestión de segunda importancia. No admite ser esclava de dictámenes tiránicos. Su ganada autonomía en la modernidad, le permite tener la valentía y la altivez suficiente para vivir en confrontación con aquellos que la utilizan, ningunean o desprecian. Esta es una apuesta que une al poeta con aquel intelectual que perturba el statu quo, con el que desacraliza los imaginarios marmóreos de la cultura estandarizada, los estereotipos anquilosados del pensamiento y de la sensibilidad.
Más que buscar consensos, el poeta y el intelectual deben procurar establecer disensos con los lenguajes de las actuales tiranías cuyos discursos se han convertido en espectáculos mediáticos, efectistas e impactantes. Mantener una actitud de confrontación y aprovechamiento. He allí la activa ambigüedad del poeta y del intelectual: estar dentro de la globalización y en la periferia de la misma. En el adentro como críticos no conciliadores; en la periferia como sujetos reflexivos, combativos, resistentes, no escapistas.
Estar adentro y afuera. Estrategia del caballo de Troya ante los mecanismos de autoridad y de conservación. Ello significa aislamiento y solidaridad, fortaleza y vulnerabilidad, lucidez y riesgo. Claro, el precio que se paga por asumir dicha estrategia es el ser considerado un indeseable social, no cooperante, un paria antipatriota. Quizá el distanciamiento crítico sea también su mayor ganancia, mayor que la de obtener recompensas, premios y reconocimientos por las instituciones, las cuales muy poco tendrán en cuenta su incómoda obra. Sin embargo, esta postura, nos lo advierte Edgard Said, permite “ver cosas que habitualmente pasan inadvertidas a quienes nunca han viajado más allá de lo convencional y lo confortable”, a la vez que produce la satisfacción de “ser capaz de experimentar ese destino no como una privación o como algo que debe lamentarse, sino como una especie de libertad, como un proceso de descubrimiento en el que realizas cosas de acuerdo con tu propia pauta”.
Tomar este riesgo intelectual es asumir la contienda y el debate como fuerzas que motivan para seguir creciendo y pensando al filo de las navajas. Contienda contra los esquemas sectarios y discriminatorios que no aceptan la alteridad ni la diferencia. Peligrosa opción que asumen el poeta y el intelectual cuando defienden la heterodoxia y la discrepancia, la pluralidad y diversidad de opiniones dentro del pluralismo totalitario global y en los regímenes de tiranías mediáticas y mercantiles contemporáneos. Riesgosa condición, pues en su ethos no está el evadir la responsabilidad que les corresponde como creadores y pensadores, ni el de recluirse en la función del hiper-especialista académico el cual ignora los estruendos que a su alrededor la historia produce. Expectantes y activos, dubitativos y escépticos, su actitud de mantenerse en el adentro como sujetos no conciliadores, y en la intemperie como combativos no escapistas, queda salvada.