29/11/07

Antonio Correa Losada

El otoño de la utopía

Desde la época alterada de mi adolescencia, en Latinoamérica los gobiernos de turno y el propio entorno familiar miraban más con pánico que con asombro, el mundo bullente que los jóvenes desplegábamos para acercarnos a la realidad utópica e idealista que apareció en la atmósfera de los años 70. Fue una nueva forma de respirar por medio de inesperados movimientos: la libertad, el sexo, la droga, la ideología y la política, en un ejercicio de extraña y particular simbiosis, nos dejaron en el centro de la calle con un libro descuadernado de dialéctica.

Desde diversos puntos de origen, rurales o de barriadas urbanas y populares, el mundo se abría ante nosotros como convocados por “Pénjamo” la célebre canción mexicana donde los pájaros “cantan de puro júbilo”. Era un tiempo afiebrado, donde el teatro, la poesía y el debate político estaban marcados por el pragmatismo hacia un mundo mejor. Aún así, cuando empezamos a escribir, algunos nos alejamos de esa propuesta dogmática y férreamente realista, igual al producto de las cámaras Kodak que no iban más allá del ojo.

Pero el tiempo da sus trazas para llamarnos por la espalda con un gesto de escarnio y conmiseración, cuando ese asunto que llaman adultez, nos hace girar desesperanzados sobre los retos que exige la subsistencia en su engranaje de sumisión a las miserables y desiguales leyes del mercado.

Pero el mundo en su paradoja ancha y ajena, en que el corno del capitalismo no cesa de soltar sus notas de triunfo, delinea con paciencia las formas de un oficio; escribir y perder, editar y vender, trabajar y callar. Y ungidos por la diáspora, recorremos países y culturas: México, España, Colombia, Ecuador. Y comprobamos que en este tránsito de ida y vuelta, tejemos y creamos nuestro propio país.

En todo el siglo XX, esto ya no fue asombro. Por los intersticios más inesperadas de los países con economías cegadas por el mercado, entraron hombres, mujeres y hasta niños, que movían -en espacios oscuros y anónimos- el émbolo imparable del progreso. Pero algo se quebraba por dentro, pues, la invariable condición humana de los poseedores, no estaba dispuesta a que ese banquete de esplendor fuese compartido por esos seres incultos, negros, cetrinos o amarillos.

Y en un convenio atroz, las mercancías como las guerras, tienen el privilegio de pasar libres y por amplias avenidas de fronteras, mientras a hombres y mujeres que hicieron posible esas rentables cargas de consumo, se le cierra el paso como a criminales.

Fuimos una generación que creyó y aún cree en la utopía, desde ese agrietamiento que atravesó territorios distintos y cercanos en 1968. Vimos a un Vietnam que no cayó ante el Imperio. Vimos derrumarse el Muro de Berlín. Vimos destruir Irak, justificados en una mentira. Sólo hasta hace muy poco, hemos visto a la justicia que con un débil gesto de dignidad parece reconocer los muertos y desparecidos por las dictaduras militares del Cono Sur, entronizadas con el descarado apoyo de Estados Unidos. También vimos a la clase política caer rendida ante el poder del dinero del narcotráfico.

Hoy, América Latina lucha contra el ancestral y tenebroso monopolio del poder sobre el juego cínico de los que mantienen sus casinos bancarios, a costa de la manipulación y el robo, para clamar que se socialicen las pérdidas entre la población, cuando nunca socializaron las ganancias.

Por eso existe una generación que cree ante la evidencia, que el ser humano no es ni será una mercancía y, que su esencia auténtica está en defender su libertad. Entonces, pienso en lo que dijo Vila-Matas, al recibir en Venezuela hace algunos años, el Premio Rómulo Gallegos: “El orgullo del escritor de hoy tiene que consistir en enfrentarse a los emisarios de la nada –cada vez más numerosos en literatura- y combatirlos a muerte. En definitiva: que a un escritor lo podamos llamar escritor. Porque, digan lo que digan, la escritura puede salvar al hombre. Hasta en lo imposible”.