29/11/07

Mauricio Contreras Hernández

¿Qué premian los Premios Literarios?

Quiero destacar dos aristas de las muchas que comportan los premios y concursos literarios, particularmente en nuestro país, aún a riego de insistir en un tema que puede parecer baladí y más propicio para revistas de farándula poética.

Uno de esas aristas tiene que ver con la premisa de que se galardona lo inútil, lo que no encuentra sitio en un mundo donde priman las relaciones comerciales, el usufructo y la usura. En el que se comercia hasta lo más íntimo, lo más inaprensible y se codifica en el repertorio de actividades incómodas para el recaudador de impuestos, el cual nos recrimina con su enfado porque no sabe a ciencia cierta qué es en realidad lo que hacemos para merecer una exigua paga en la que no aplica la exención de impuestos.

Esta condición de “inutilidad” es, sin embargo, resignificada recientemente por el capitalismo al descubrir en la cultura una nueva fuente de su eterna juventud, la plusvalía. Entonces, diseña lo que ha dado en llamar la “nueva industria cultural”, modelo que aplica exitosamente para recoger aquellos recursos que se habían escapado, hasta ahora, de su ejercicio de explotación.

Desde las instituciones estatales (ministerios, secretarías de cultura), se pregonan y aplican programas culturales que, bajo el mote de incluyentes, comunitarios, democráticos, buscan enmarcar el trabajo cultural en el nuevo escenario de la globalización y dominio del mercado. Así, se establecen “incentivos” y premios de distinta denominación, desde locales hasta internacionales; que además de las enrevesadas bases para participar, entregan dádivas en metálico, cuidándose de aclarar que son “susceptibles de impuestos y anticipos de derechos de autor”, con lo cual justifican esta nueva forma de sub-empleo en sus balances y hacen de la actividad literaria un ejercicio publicitario que más contribuye a homogenizar el gusto de un público que ya casi no lee pero al cual hay que venderle a toda costa para mejorar los índices de lectura de libros per cápita. También se invoca la “promoción de nuevos talentos” que no consiste en otra cosa que editar aquellas obras que cumplen con los ingredientes al uso y que se acogen a su recetario para aumentar las ventas. Sin hablar de los muchos escritores que, luego de engrosar el grupo de anónimos perdedores, ascienden al cielo de la fama con las charreteras del premio y sienten que ahora sí son “ganadores”, tragándose el cuento de que es su obra la que ha merecido el premio y aspirando a ser los merecedores de la siguiente presea, más significativa en jerarquía y botín. Pobre Baudelaire, enviándole panes de especias y cartas suplicantes a Saint-Beuve y a Víctor Hugo para obtener un sillón en la Academia y algunas monedas por venderle su alma al diablo de la usura. “Necesito de su voz dictatorial. Quiero ser protegido”, le dice a Víctor Hugo, a quien unas líneas más arriba le ha recordado “esa maravillosa época literaria en que usted fue el verdadero rey, tiempo que vive en mi espíritu como un delicioso recuerdo de infancia”.

Otra arista es la de la literatura y el poeta, asumidos como espectáculo. Vieja tradición de las cortes y de los súbditos la de celebrar los nacimientos, caprichos, cambio de calcetines del nuevo tirano con fiestas, corridas de toros y certámenes poéticos. Vinculado a esta concepción de la poesía, el poeta se transforma en florero del salón burgués, portavoz de las más nefastas ideologías, de las encuestas del marketing editorial, turiferario del gobernante de turno, pelagato que es invitado al coctel para mirarlo con desdén y recordarle, como al cantante pobre en una fiesta de opulencias, que “usted a lo que vino fue a cantar”.

De esta manera se escamotea el derecho que tiene el escritor y su trabajo a condiciones dignas para su ejercicio. O si no, ¿cómo explicar que en Colombia se haya creado un flamante Ministerio de Cultura dedicado a repartir un irrisorio presupuesto en forma de dádivas y no se haya logrado crear un Sistema de Seguridad Social para los artistas? ¿Cómo establecer redes de promoción social para los artistas en vez de estimular la insana costumbre de la competencia que privilegia el afán individualista por ser el mejor, y que da lugar a todo tipo de componendas y costumbres a la hora de premios y concursos? Claro que también cuestiono a aquellos, incluido yo, que se creen este sistema de privilegios y participan en ellos, ora como jurados luego como premiados, sin menoscabo de sus ambiciones burocráticas, en una rueda sin fin de viajes festivales, prebendas, abluciones y palmaditas en la espalda por parte de funcionarios que aún no entienden por qué un personaje “inútil” es digno de tales merecimientos y mucho menos por qué es tan díscolo a sus requerimientos protocolarios.

Quiero dejar abierta la discusión al respecto, con la certeza de que el artista debe mantener, una independencia y, ante todo, una dignidad sobre la tierra, su actitud en la circunstancia histórica que le corresponda y la indeclinable libertad de su pensamiento más allá de caer en la tentación de la gloria y el éxito que, para el caso de nuestro país, ya sabemos muy bien lo que exigen y representan.

Así y no de otra forma ejerzo la poesía: posibilidad de rebeldía frente a la indignidad del mercado que todo lo compra y lo vende.



Sobre la dignidad del pensamiento

Nada más peligroso en una situación compleja como la que vivimos, de hecho según Morin toda situación es compleja, que caer en el fácil juego de los reduccionismos. Por esta vía, la falaz objetividad de las encuestas o el señalamiento público, se convierten en criterios que permiten dirimir acaloradamente lo que requiere otros escenarios de discusión, reflexión y acción.

Una de esas estrategias reduccionistas, utilizada por gobernantes autoritarios como es el caso de Uribe, en Colombia, consiste en agitar el sentimiento chauvinista para justificar sus burdas equivocaciones en política nacional e internacional y que ponen de manifiesto un desprecio rampante por quienes no comulgamos con sus actuaciones mesiánicas, prepotentes y camorreras argumentadas con un lenguaje de capataz de finca.

La polarización es una de esas palabritas del léxico reducido y “pragmático” del combo uribista que, desde palacio, y a través de su ventrílocuo de cabecera; usa para describir una supuesta situación nacional, conformada por dos bandos en extremos irreconciliables, y cuyas acciones y actitudes se definen con referencia a un supuesto paradigma nacional: la seguridad democrática.

Por esta vía, supuesta, toda situación o hecho es entregado para su valoración a una hipotética “opinión pública” que adhiere o rechaza, mediante el mecanismo perverso de las encuestas, y cuyos resultados son difundidos con bombos y platillos como la santa verdad. Opinión pública que es prefabricada, manipulada e interpretada de manera coyuntural y prescindiendo de cualquier asomo de memoria histórica que permita darle profundidad a esos hechos.

Así, las piezas del rompecabezas se arman siempre al calor de los acontecimientos y de las necesidades del poder reinante y de su coro, los medios de comunicación; lo que les impide abstraerse a la abrumadora sucesión de hechos para dar sentido a lo que acontece.

Pues bien, ante estas maniobras que ofenden y buscan desplazar el ejercicio de la controversia y la democracia, no queda más que develar lo que pretenden soslayar: ejercer un desprecio rampante por la dignidad del pensamiento y la diferencia en nombre de una unanimismo mesiánico y delirante. Para ellos el pensamiento es algo inútil pues cuestiona su ejercicio de razón instrumental en la que el fin justifica los medios.

Cada día es más difícil expresar una reflexión, producto del ejercicio del pensamiento desinteresado y ajeno a las exigencias del poder, sin ser criticado de traidor, apátrida y similares. Cada día es más evidente la condición de indignidad que se ejerce, por parte del gobierno y sus corifeos, contra quienes nos arrogamos el derecho a pensar y a disentir en contravía de los resultados de encuestas, de marchas y de conciertos.

Recordemos que agitar este marbete de indignidad contra sus detractores, ha sido una de las estrategias usadas, en todos los tiempos, por gobiernos autoritarios que como el de Uribe, pretenden convencernos, a sangre y fuego, de remedios que, a la larga, resultan peores que la enfermedad.

Como lúcidamente lo señala René Char:

“Acordémonos de que ese cáncer, bajo el nombre de fascismo, ha comenzado por devorar una nación, luego otra. En la actualidad está agazapado en el inconsciente de los hombres, en particular, de aquellos que se declaran sus peores enemigos... Ese mal, en el cual nos hemos detenido a pensar, es el desprecio del prójimo: una especie de indiferencia colosal con respecto a la inteligencia de los demás y de su alma viviente. ¡Una intolerancia de dementes! ¡Su caballo de Troya es la palabra felicidad! Y yo creo que eso es mortal. No se trata de un peligro relativo sino absoluto.”



Yo, el supremo

Álvaro Uribe, con la legitimidad que le da más de siete millones de votos, producto de las turbias relaciones con los paramilitares, sustenta un proyecto político autoritario y guerrerista, de corte pre-moderno –según el sentido que da a este término Antanas Mockus– en el cual el fin justifica los medios y cuyos costos, a mediano plazo, serán muy altos para el país. Unos fines que parecen claros: legitimar el paramilitarismo –ese Frankestein que lo atormenta–, consolidarse como el aliado estratégico de USA en Suramérica, defender intereses de sectores empresariales y financieros que, pase lo que pase, y siempre, a nombre de un país inexistente, buscan mantener sus privilegios.

Proyecto político pre-moderno, de una tradición finquera, en el que los límites con el narcotráfico y sus secuelas no son tan claros como sale a pregonar a los cuatro vientos; heredero de una tradición que privilegia el oficio de capataz; “napoleoncito de carriel” como lo define certeramente el poeta.

Proyecto que descalifica, de manera indigna, a sus opositores, “quien no está conmigo está contra mí”, apoyado en una mayoría parlamentaria conformada como colcha de retazos por oportunistas politiqueros de oficio, típica de esa tradición que dice defender y que revela su estrategia en acciones y declaraciones repentistas, altisonantes, que giran en torno a su figura y que son producto del apasionamiento personal. Parece que el yoga no es suficiente para calmar sus ánimos de camorrero que sale a cazar peleas cada vez que sus órdenes no se cumplen.

Tentativa que aglutina sectores dispersos y sin propuestas efectivas de cambio, alrededor de pasiones personales y adhesiones a la vía más absurda: la guerra; situación que por demás se niega a reconocer, queriendo mostrarle al mundo una realidad producto de su paranoia y de las atrocidades de sus compinches que han convertido los campos, otrora lugar de cobijo, de sustento, de arraigo y solar de luz en camposantos anónimos, sitios de peregrinaje en busca de huesos y no de cosechas.

Indignidad que se sustenta en encuestas, en operativos militares fallidos, en inútiles viajes al imperio para salvaguardar privilegios de quienes creen que proteger los caminos de servidumbre a sus fincas es señal se seguridad y progreso: terratenientes e incautos turistas.

Situación que se evidencia en el sacrificio de la vida de secuestrados, de campesinos desplazados, de pequeños empresarios que ven frustrados sus esfuerzos patrióticos, de universidades públicas en bancarrota mientras se pregona un TLC, sin carreteras, sin impulso a la agroindustria, sin empleo aunque las estadísticas se empecinen en mostrar lo contrario, mientras sus regentes, con diversos pretextos, igual de revanchistas e indignos a los ejercidos por él, lo desconocen como socio comercial y hacen de su finca un campo de batalla.

Ya lo dijo Borges, “la democracia es un abuso de la estadística”.


Función política de la poesía

¿La poesía tiene una función política? Esta es otra manera, quizás prosaica, de formular esa pregunta que, desde Hölderlin, inquieta a los creadores y que constituye la esencia de la poesía moderna. Es decir, desde que el poeta dejó de ser el florero de salones burgueses y Baudelaire salió a la calle a buscar la belleza. El resto es literatura. Y ya sabemos que don Antonio Gamoneda afirma que la poesía no es literatura, es una realidad en sí misma.

Esta pregunta invierte la perspectiva de un yo romántico que se interroga ¿para qué poetas en tiempos de miseria?, o de la búsqueda de una razón efectiva que tras el horror se pregunta ¿para qué poesía después de Auschwitz? Cuestionamiento que hostiga permanentemente su ejercicio como legión de moscas tras una miel que suponen nutricia.

En cuanta ocasión se hace pública, esta pregunta se instala como formulación de la ingenua periodista que cubre las noticias culturales para la sección de farándula, o como exigencia de compromiso por parte de organizadores de festivales que quieren firmar manifiestos, o como indagación fácil en un país atribulado por la guerra, o como caldo de agujas para alimentar la rabia frente a la indignidad que se regodea en muchos casos, a expensas de ideologías complacientes.

Frente a esta pregunta, respondo no. La poesía no tiene ninguna función política. Pregúntenle al panadero por su pan, o las piedras que florecen saxígrafas, o a la rosa que floreció en el sueño del poeta. O a cualquier forma de expresión que pretende acercarse a eso indecible que no es, precisamente, la moderna ilusión comunicativa.

Quizás, por esta vía, nos acerquemos a la experiencia trágica de los griegos, lugar donde el “yo”social se quiebra y ya no sabe quién es, y que nosotros, como lo advierte Carlos Fuentes, no hemos logrado elaborar para superar las catástrofes que nos constituyen.

Otro asunto son las relaciones que establece el poeta, como todo ser humano, con su tiempo. Cuando se vive en medio de la indignidad producto de una tradición excluyente, de una moral como hidra de seis cabezas, no es necesario ir a buscar nada donde nada hay. Y menos aún invocar a la poesía como a la sibila de Cumas, como al asesor de turno, que desde hace bastante tiempo no nos dice nada porque no sabemos preguntarnos.

La poesía permanece muda, como diría Celan, pero próxima y accesible. ¿Para qué invocar palabras en medio de tanto alboroto, de tanto grito al aire? Quizás alguien, poeta o no, encuentre la poesía y en su trato con ésta, quizás, algo, como chispa sagrada se agite, se encienda. Y es aquí donde retorna como problema político, expresada como imposibilidad de la tragedia

Una transformación que muestre la fragilidad de lo individual podría ser una respuesta. Hemos creído, a pie juntillas, eso del amor al prójimo, y eso de que la democracia es la voluntad de la mayoría, la voz de dios que ahora pareciera ser la voz de las encuestas. Ésta no se manifiesta, últimamente, a pesar de tanta promiscuidad tecnológica que pretende alcanzar ese cielo color de lejanía.

Una verdadera democracia, esto lo descubrieron los griegos aunque luego lo pervirtieron muchos de sus generales esgrimiendo la fuerza del poder ante la razón de los argumentos, se basa en una comunidad de personas donde lo individual es fuerte gracias a su experiencia del otro como inaccesible.

Una individualidad fuerte porque es capaz de mirar de frente a ese animal terrible, una individualidad que pregona “el pensamiento desinteresado”, una individualidad que es capaz de enfrentar la diferencia sin creer que es un monstruo, una individualidad que ha salido de la caverna y tanta luz cenicienta no la ciega, una individualidad fuerte porque es capaz de optar y decidir en medio de un agitado mar de sirenas, una individualidad que sólo pretende ser “mala conciencia de su época”.

La poesía avanza en contra de sí misma y la democracia tendría mucho que aprenderle si entiende que, aún ella misma, se erige como versión institucional contra ese miedo a las masas, a lo incontable. No de otra manera entiendo los reclamos, nada seductores, de quienes han hecho de la indignidad nuestro sustento.

Así, la poesía sólo es constatación de que nos constituye eso indecible que, extrañamente, nos acerca. La poesía, posibilidad de un orden otro frente a las gramáticas reguladoras de ese vacío de sentido, del mundo como espacio del permanente malentendido. O como nos propone Char, rebelde por siempre, “el poeta es el barquero de todo esto que forma un orden. Y un orden insurrecto”.

(* Mauricio Contreras Hernández es poeta y traductor. Premio Nacional de Poesía IDCT 2005.)