29/11/07

Iván Beltrán Castillo


Ritual de títeres de Gonzalo Márquez Cristo
En el abismo del yo
Hay una frase de Marcel Proust, singular y reveladora, que me acompaña como un sigiloso adagio siempre que leo la misteriosa novela de Gonzalo Márquez Cristo, titulada con  precisión lírica Ritual de Títeres: “no me interesan sino las novelas que no entiendo”. Esa percepción, de una graciosa hermosura, puede aplicarse, según intuyo, a todas las grandes formas en las que encarna la comunicación humana, no solamente a la creación de ficciones novelísticas. También el amor, la justicia, la solidaridad, la música, el erotismo o la derrota se definen con mayor fuerza al adoptar formas extremas e inenarrables, abisales y escandalosas, que nos rebasan y nos ponen de frente a una profundidad pasmosa. Sólo lo que no entendemos nos es imprescindible. Lo que entendemos, en contraposición, es banal y es aleatorio. De ahí el difícil encanto de este artilugio, indudable vocero del límite, rara avis que puede exasperarnos como un potro de tormento ontológico, hacernos sus esclavos como una mujer a la vez seductora e inasible, o sumarnos a su pléyade de seguidores con la fuerza equivoca de una adicción.  
Mi vínculo con el artilugio de Márquez Cristo, no es nuevo ni mucho menos. Creo haber sido  de los afortunados que asistieron a la formación de este cosmos peculiarísimo, este mundo que reniega de los movimientos y los decálogos y delata la asfixia paródica de las costumbres, que se nos antoja en gran medida autosuficiente, y que parece burlar en incontables, a veces magistrales, ocasiones, la torre de marfil de lo que llamamos tristemente realidad. Sospecho con pedantería que fui así mismo de los que, desde el plano de la cotidianeidad, desde la orilla de las rutinas somnolientas de la adolescencia, colaboraron en trazar el sueño de sus singulares coordenadas, la erección de este imperio idiomático, y tal vez por ese motivo desde su aparición en 1992,  he tenido con él  un parentesco largo, contradictorio, sísmico, entusiasta, y, finalmente, trascendidos los obstáculos connaturales a toda “experiencia radical”, esplendoroso. Cuando uno logra superar el extrañamiento y el estupor iniciales, la ignorancia del lector académico y la comodidad cívica de quién no desea mirar y mucho menos comprender, desposa instantáneamente una extraña, desconcertante y terrible belleza. 
¿Cómo asumir una historia que parece prosternada a la magnificencia del pensamiento, a los endiablados laberintos de la latencia interior, a  un océano ficcional donde las palabras  adoptan formas totémicas, corporales, orgánicas, vegetales y extremadamente sensibles? ¿Cómo aceptar la posibilidad de que el entramado de la vida no sea sino un decorado modesto frente al portento de las catedrales construidas con soberbio donaire por la imaginación? ¿Es el pensamiento, la consciencia, aquí desatados hasta sus consecuencias últimas, el lugar verdadero de todos los hechos y el teatro donde se escenifican los más inolvidables crímenes? En pocas obras de la última literatura nacional existe una tan clara modificación, transgresión  y desplazamiento de la ortodoxia aristotélica y de cuantas preceptivas existen en torno a la escritura literaria y a la licencia poética; el decálogo usual queda en Ritual de títeres gloriosamente violado, para adentrarnos en un terreno peligroso, convincente, en ocasiones enervante, y donde el amor ocupa, como no pasaba hacía ya mucho tiempo, la piedra litúrgica del sacrificio, ese magnético lugar donde se explica y re-presenta.
Es como si asistiéramos a una gran obra de teatro donde los héroes y heroínas fueran almas perturbadas (¿ánimas en pena?) gesticulando (pensando) frente a nosotros, condenadas a la divagación perpetua, a la esfera de sus fijaciones gloriosas, retaliaciones dignas de unos dioses que han sido condenados al sufrimiento de los hombres, acotaciones y conjunciones casi geniales, conmovedoras, del todo distantes de los aburridores y monosilábicos fárragos del monólogo interior, tan poco memorable a pesar de su fama planetaria. Así, terminamos   obligados a  formular una pregunta  insoluble: ¿qué representa con mayor verdad este Nosotros cambiante de la vida entre la acción y los multiformes e infinitos símbolos, la galería  de imágenes que esta desencadena en la consciencia? Cuántas casillas, cuantos pasos hay entre los hechos que vivimos y su resonancia en la imaginación?  Enigmas que en ningún instante cesan de perturbarnos con su reclamo obscuro, con una suerte de llamado infinito, y que la prosa (sic)  mítica de Márquez Cristo afronta echando mano de lo más ancestral, lo más legendario, lo más teológico, lo más olvidado, para lograr con ello, paradójicamente, el milagro de una furibunda novedad.
¿Pero quiénes son y qué quieren en su duración verbal el quinteto de personajes constituido por Jano, Mirtilo, Ariadna, Orfeo y Fedra, protagonistas de la novela de Gonzalo Márquez Cristo? Desde el principio sabemos que desean entregarse, como ofrendados sublimes, a la gloria de una tragedia finísima y estrictamente humana, una tragedia para la que están hechos y que representa, ni más ni menos, la materia que habrá de re-crearlos; aventura interior donde queda inscrito el mapa completo de sus desgarraduras, desde aquellas que les son inherentes, originales —el amor, el erotismo, el spleen, la dezasón, el asombro— hasta esas otras, como la gran hecatombe histórica de los ochentas latinoamericanos, impuestas desde el afuera, y que habrán de mezclarse finalmente en una sola, tenebrosa lucidez. Los capítulos de la novela que refieren crípticamente la gran utopía revolucionaria colombiana y la frustrada gestión de un grupo guerrillero por trasgredir la impunidad política nos ilustran dolorosamente.
Así nosotros, espectadores inermes, observamos cómo estas criaturas se aman, se rozan, se separan, se infinitamente dialogan en medio de una jungla desconocida y barroca, una selva cerrada y cuyos árboles y follaje son los recuerdos, las heridas anteriores al principio, la sutil y dolorosa sensibilidad de saberse exageradamente vulnerables y execrables zurcidores de heridas.
La vasta imaginería que, con “perversa paciencia” Márquez Cristo labra para ellos habrá de jugarnos luego una traviesa pasada, cuando la voz del yo, que ocupa la mitad de los capítulos, se revele como simple y artificiosa literatura y los personajes —tan humanos, tan verosímiles a pesar de su exuberancia metafísica y su grandeza verbal—  pasen a ser sus atormentados títeres, después de habernos convencido de su majestuosa batalla. Apoteósico crepúsculo del  prestigio occidental del yo, que vuelve a revelarse, como quiso Octavio Paz, como una jaula vacía.
Habrá que apuntar necesariamente los notables “avances” que Ritual de títeres logra en el diálogo perpetuo entre la imaginación y la realidad, en el cruce de influencias —fascinante y siempre en mutación— de la verdad humana y la hipótesis fantástica, de la dualidad entre la descarga prosaica de la existencia y la respuesta  poética con la que los seres humanos tejen una suerte de sublime venganza, entre la verdad falsaria de nuestros días verdaderos y la mentira auténtica de nuestras más fomentadas ficciones… es como si  habitar en el miedo radical nos transmutara inexorablemente en personajes de alguna insospechada novela. El yo siempre es literatura, parece señalarnos con moroso deleite Márquez Cristo, impostación, corriente imaginaria. Y solamente los que, como Mirtilo y Jano, Ariadna, Fedra y Orfeo, a través de métodos que no excluyen las penas de la carne ni el suplicio del pensamiento, lleguen a entenderlo cabalmente abrirán la compuerta de una novela-espejo, de una vida que merezca ese nombre, de un tolerable y renovado infierno.
“…Hay que aprender a avanzar con miedo, mientras lo que llaman vivir: riesgo que prueba o rompe hábitos, sea literatura: y el artista reparta la noche ofreciendo su temor fascinante, eludiendo naufragar en el abismo del yo”.


Relato de un náufrago de bancos

Al contrario de los dandys, yuppies e impetuosos jóvenes neoliberales, que se perfuman a diario con un litro de Versace para no sentir el aroma delator de la realidad, yo al publicitado capitalismo lo que le encuentro básicamente es pobreza, aunque no niego haberme liado con algunas de sus actrices y burguesitas, y haber paladeado de vez en cuando sus controvertidos paraísos artificiales.
Creo, también al contrario de los filipichines ministeriales, que este sistema salvaje se erigió hace rato en la gran transnacional del miedo, el oscurantismo de la modernidad, la caverna del porvenir, así su estratagema sea vestirse de luces enceguecedoras y fabricar leyendas optimistas.
Por eso, recuerdo los bancos con un terror iniciático, y se confunden en mí con los fetiches de la pesadilla. Yo era un niño pálido, reconcentrado y lunático, con el aspecto de un latido anhelante, y no salía del asombro de percibir el hechizo, pero también, algo más denso, las falacias y los errores inenarrables del mundo, cuando apareció ante mí –grandilocuente y poderoso como una injuria encarnada- el primero de estos circos donde el rey supremo es el dinero, y parece escucharse en el aire el tintineo de las morrocotas y el silbido de cerbatana de los fajos de billetes contados, con primoroso autismo, por los duchos cajeros. No sé todavía por qué me encontraba allí, pero la primera impresión fue de malestar casi físico, y ha perdurado durante todos mis años.
-¿Y aquí que pasa? –le pregunté a la tía que me lo enseñó, y que me haló del brazo durante toda la infancia.
-Es el sitio para guardar los centavos –me dijo ella y, mirándome con dulce compasión, añadió-: No será tu sitio predilecto, lo sospecho, pero júrame que aprenderás a manejarlo o tendrás problemas en la vida. Esto es, según parece, lo más cercano a la felicidad… sin su concurso se te abrirán instantáneamente las puertas de la ruina; piensa que estás en la Meca de la religión pragmática, sin cuya bendición no subirás al cielo de los nuevos mortales.
La única persona que leyó con delicadeza la extensión de mi sensibilidad, comprendió allí, en el templo del dinero -tan sangriento y teologal como aquellos donde los Aztecas realizaban sus sacrificios humanos y sus fieras danzas de purificación-, el perpetuo accidente, el atafago y los yerros que me ocurrirían en semejante escenario. Vislumbró, pues, que yo sería uno de los innúmeros sacrificados en el pandemonium bancario, que no tiene ni siquiera la cortesía de matar a sus esclavos, sino que los mina y tortura de manera depravada durante todos los años de su vida, les dona una agonía innombrable, y al final del camino los entrega convertidos en piltrafas.
Desde entonces, en un banco siempre me siento un paria, un espectro, un delincuente, y percibo el peso de una expresión popular según la cuál el que no logra integrarse al ritmo de su tiempo, su mundo y su sociedad, no es otra cosa que un cero a la izquierda. De ahí, seguramente, provenga mi apego a un bella confesión de Baudelaire: “Yo al dinero lo aborrezco tanto, como vosotros aborrecéis a Dios”.
Asocio el templo bancario con la primigenia sensación pánica, así los positivistas lógicos lo encuentren fascinante y glamoroso, saludable y brillante, pues creo que allí se visualiza el drama del capital y sus terribles consecuencias, que es una puesta en escena donde quedan sintetizadas las guerras fraticidas y las querellas sordas características de un mundo donde para ser hay forzosamente que tener, donde el valor y el precio se fundieron en una sola cosa, y quien no se alza con unos buenos denarios está condenado a ser apenas un espectro sensible, alguien que no participará de la visión ni de la gracia, ni de la estética, ni de los placeres de los hombres eficaces: Homo faber que sirve apenas para engrosar estadísticas y para votar, cada cuatro años, por el más deletéreo y bellaco de los hacedores de historia.
Siempre que entró a un banco, después de dudarlo en la puerta durante un rato que se me antoja infinito, presiento que allí seré tratado como me lo merezco y se lo merece cada uno de los no elegidos: como un ser exageradamente humano, cercano a la afectación romántica, altamente improductivo, parasitario, “más ocioso que el sapo” y con lamentables vicios económicos como la bancarrota.
El banco es, repito, un templo fabricado con materiales exquisitos, en ocasiones casi cinematográficos, la zona sagrada del Dios Dinero, que, al igual que el otro, existe pero no para todos. Su atmósfera es aséptica y pulcra como un recuerdo inocuo, pero más allá de su apariencia inmaculada, tiene un aire cortante más ofensivo que el de las funerarias. Esta lóbrega impresión, lo comprendo, no es exclusivamente mía, como no es solo mío el pavor, la desazón y la hilaridad fomentada por estos sitios teatrales. Se trata, más bien, de un sentimiento colectivo: Nada recuerda más nuestra falta de dinero y nuestra ausencia de expectativas que la osamenta petulante e imperial de un banco.
Como es apenas lógico, quién está horadado por estos pensamientos adquiere en el banco un inobjetable semblante de asesino, y transgrede, nervioso, todas las reglas de juego del organigrama financiero. Narrar los incidentes, los roces, los malentendidos y las frustraciones que me degradaron en estos campos de concentración (de capital) sería material de un informe viciado por la ira. Básteme recordar la ocasión, única por supuesto, en que me enfrenté al cuestionario marcial formulado con palabras de hierro a quién pretende la gracia de obtener un préstamo bancario. Fue la misma sensación que debieron tener los herejes y los blasfemos frente a los inquisidores, y si cuando entré al banco era pobre cuando salí era miserable.
Cuando regresé a la calle había comprendido que en los bancos no hay ricos, pues ellos mandan a sus esquiroles a cobrar sus cheques, y los que por allí deambulan son los desheredados pueriles –con cifras en la cabeza, cifras en el pasado, cifras en la ilusión y cifras en el alma- que sueñan, cual adolescentes, con entablar una relación fraterna con la plata, desconociendo otra consejo de la tradición popular: plata llama a plata, y pobreza llama a préstamo…
La figura que me acompaña en estas “salidas a campo”, propedéutica de la derrota, es, como debe pasarles a la mayoría, la de Charlot, lunático extraviado en un mundo objetal que no perdona los pequeños sueños ni las pequeñas utopías ni mucho menos a los pequeños dioses, y mientras hago la fila, tensa como las de quienes se encaminan al matadero y al horno crematorio, me visualizo patinando por entre los cajeros, los gerentes, los asesores y los contadores, agarrado a las rejillas de las cajas y danzando entre billetes ajenos y expresivos. Esa es mi salvación lírica cuando entro a una de estas edificaciones suntuarias, donde los ricos un día terminarán ahogados en el mar de sus millones y los pobres acabarán un día atragantados por una moneda. Y comprendo que en la rebatiña financiera lo que termina sobrando es la vida, y los que guardamos esperanza en los bancos somos, como diría Blaise Cendrars, “Los hombres fulminados”.
El colofón de mis desventuras en los bancos, me ocurrió hace aproximadamente cuatro años, cuando empezaba mi exilio de la existencia pragmática. Exactamente el día en que me fue entregado el último cheque por mis equívocos servicios a la gran prensa colombiana.
Como siempre, aguardé en la fila de penitentes, sabedor de que la cantidad designada en el pedazo de papel pedante no me sería entregada fácilmente, o mejor aún, no me sería entregada en la primera tentativa por ningún motivo: Siempre existe algún obstáculo para que el dinero de los asalariados llegue a sus manos, jamás dejan de presentarse fallas en los sistemas, falta una firma, un sello, una formalidad tiránica.
Acostumbrado como estoy a estas prolongaciones infernales de la obtención de la recompensa, aguardé frente a la ventanilla, trémulo, tratando de parecerle al cajero lo suficientemente dócil e insignificante como para que me tratara con indulgencia, y esperando, por supuesto, alguna de las oscuras, dramáticas y tajantes frases de rechazo: “esto está mal… no hay fondos… no puedo pagarle… no se ve un número…” y un etcétera pasmoso y temible.
Para mis sorpresa, el cajero garrapateó en sus máquinas, comprobó las firmas, auscultó el cheque por delante y por detrás, como un arqueólogo revisa un papiro, y –comprobación indiscutible de la salud del milagro- sacó el fajo, me lo extendió y me dijo : “aquí está su plata… cuéntela por favor…”
Miré el mazo increíble más asustado que nunca, como quién acaba de asistir a una aparición bíblica o al sí de una mujer de apariencia inasible, y le dije al cajero, con palabras firmes y seguras:
-Perdóne la insolencia, pero aquí debe haber algún error…
Traficando narcotráfico
Hay un nuevo romance entre la sociedad de buen ver y el narcotráfico. Sinuoso, diplomático, invisible, ha crecido de manera taimada durante los últimos años. Su estratagema es silente y la invasión irreversible, y ahora esta pareja escandalosa, este nuevo amancebamiento bendecido, se pasea por toda Colombia, como el Cartel de Medellín en sus años dorados.
Es una reciente forma de negocio que no se puede extirpar con glifosato, porque los mercaderes, siempre tan ingeniosos, lo que trafican es una siembra virtual, un mensaje cifrado al servicio del espíritu de la mafia, un inédito artilugio para sacarle divisas al infierno sin abandonar la comodidad burocrática del cielo.
Con los capos de la vida real en la cárcel, o haciendo caja en el pentágono, ahora los que quieren quedarse con el negocio, exprimir el fruto prohibido hasta la última gota, y sacarle nuevas divisas a la “merca” son los padrinos de la imaginación, los señores feudales de la fantasía, los agiotistas que, aprovechando la metástasis de la miseria, hipotecaron también los sueños, principalmente en su versión más llamativa: la pesadilla.
Son los mercaderes de siempre con otra técnica y otro discurso, y ávidos o retrecheros están recogiendo la post-siembra de la droga suntuaria, y montando el show bussines y la super-producción de la decadencia nacional, que para ellos no representa sino una cifra, un cheque, otra posibilidad de expropiación intelectual.
Es fácil suponerlo: nos referimos a R.C.N y CARACOL, los tristemente célebres canales privados de la televisión colombiana (tan privados que nos han privado de la cultura, de la información, de la dignidad y del talento sin pedirnos la autorización), y que, como dos carteles enfrentados por el dominio de una convulsa ciudad compiten para quedarse con el botín de la historia, la leyenda y la mitología del narcotráfico, que no miden en kilos sino en sintonía.
Estos mercaderes saben que, pese a todo, muy dentro de la estructura mental de los colombianos existe una admiración subliminal por esta macabra canción de gesta, y conocedores de que el averno es un buen negocio, disfrazados de retratistas, han lanzado dos producciones que se regodean con el cuento internacional del narcotráfico: El Cartel de los Sapos y Los Protegidos, pálidas caricaturas dramatúrgicas del cine de gangsters norteamericano, pastiches de los Padrinos y Los Caracortadas, sin su fuerza ni su capacidad exploratoria.
En este mismo espacio afirmamos hace medio año que Colombia está obsesionada con el narcotráfico, como un joven de alta sociedad perdido por los favores de una bella ramera, y que la urbanidad que ha penetrado nuestra psique, luego del crepúsculo de la diseñada por el venezolano Carreño, no es otra que la que escribió a plomazos Pablo Escobar, y cuyo fantasma deambula por la nación diseminando su escarcha tenebrosa.
La batalla de R.C.N y Caracol guarda paradójicamente notables semejanzas con las fieras guerras de los carteles, comenzando por la más indiscutible: lo único que les importa es aumentar su ejército de consumidores.
No es necio postular que quién hace negocio –directo o disimulado, de frente o de sesgo- con la merca deleitosa, participa de “La gran familia”… y negocio es lo que hacen los carteles de la in-comunicación, al poner en escena con grosera perversión, maniqueísmo absoluto y equívoca moral, esta patética tragedia: es otro de los rostros que puede adquirir la porno-miseria, sólo que en este caso se trata de la miseria espiritual de los nuevos ricos, los pachucos y los emergentes. La extensión del discurso mafioso es tan grave que la única que va a terminar por ser inocente es la perica.
Hace tiempo sabemos que los mercachifles cambian de Dios como cambiar de camisa y que las temáticas, las artes y los gobiernos a los que se adscriben son apenas el muestrario de abalorios utilizados para ensartar sus víctimas, y que venden el buen gusto o la belleza por una suculenta dádiva, y que su proyecto –al igual que el de todos los carteles que en el mundo han sido- es aniquilar, fumigar y barrenar a sus competidores. Por eso, siempre han postulado su horror hacia el producto -la coca- pero se han complacido con sus consecuencias: ni su whisky, ni sus estrafalarios gustos, ni sus grupos armados, ni sus vampiresas y menos aún, sus chequeras, les parecen reprobables… y menos todavía el “golpe de opinión” de su periplo, el bombazo que significa tenerlos de invitados estelares en su parrilla de programación.
Es así como la puesta en escena de la mafia representa una nueva traición de los grandes capitalistas frente a sus antiguos cofrades: La primera fue cuando fingieron ser sus amigos, la segunda cuando fingieron ser sus enemigos y la tercera es esta, cuando se fingen sus biógrafos.
Si, esta mitología de cocina -término que le viene al asunto como anillo al dedo- sigue siendo el arquetipo del deseo oscuro de los mancillados, y nada más propicio que el territorio de los melodramas para desahogarlo. Aquí podría alegarse que el arte está obligado a reflejar la realidad, ser su obstinada memoria; pero ese reflejo debe ser una respuesta lustral de la imaginación y nunca –como en este caso- su soterrado celestinaje.
No es un secreto para nadie que las telenovelas lograron una proeza que parecía imposible: que existiera algo más bajo que la vida. Pero, asombrosamente, estas series van más allá: consiguen que exista algo más bajo que la mafia.


Los Shakespeare de Supermercado
Hubo un tiempo, aunque ya no podemos precisar sus fechas exactas ni sus días gloriosos, en el que el deseo fue coincidente con nuestras realidades interiores, armonizaba con sus usufructuarios, y entre el hombre y las cosas no existía la fisura brutal, la distancia mortífera que hoy nos enajena hasta de los alimentos terrestres.
La satisfacción era entonces posible porque no había encontrado su hipertrofia trágica, y el hombre no estaba ahogado en el océano de un anhelo irrealizable.
La sociedad del libre comercio, de la oferta infinita, transformó el mundo en un intolerable espejismo: caminamos siempre una gran carretera iluminada por todos los llamados posibles, todas las combinaciones de la seducción, todas las efigies de los dioses usureros, y entre más crece la oferta menos capacidad tenemos de adquirirla. En ese sendero lleno de luces hipnotizantes, nuestro destino es pasar de poseer a ser poseídos, y en cambio de ensancharnos las cosas se vuelven nuestra conciencia crítica, totems aguerridos y enemigos, y sentimos que hemos sido capturados y avasallados en una jungla objetal.
Vivimos al servicio de imágenes que nos raptan, presos de un deseo omnipotente y fatal, del que somos apenas los alfiles, pasivos o desesperados, fútiles o trascendentales, celestinos o detractores. Y, detrás de esa carga enajenante, como artífice de un gran chantaje, está una raza de hombres y mujeres que han denigrando su talento, y donde no faltan los Fitzgerald vanos, las Safos degradadas, los irónicos Wilde, los Proust y los Joyce que definitivamente no lo fueron, los Shaw que vendieron el alma, los artistas que truncaron el genio y ahora no cuentan sino con una gran bolsa para solazarse. Se trata de los publicistas y su función es convertirnos en peleles del comercio y su inmisericorde producción de bienes, invitados de piedra al gran festín del consumo universal, esa mesa donde la mayoría de las viandas son equívocas, suntuarias, innecesarias y execrables.
La publicidad ha ido creciendo con una celeridad tan grande que si en sus orígenes era una subsidiaria del bussines, ahora es ni más ni menos que el sostén fundamental de los regímenes que basan su identidad en la compra y venta desalmada, y taladra el subconsciente colectivo en la tentativa de hacer que el inventario de la riqueza planetaria pertenezca a los mercaderes, a los dueños, a los detentadores y, en cambio, se extrañe cada vez más de los seres humanos.
Lo que resulta infame de este próspero negocio es el hecho de que no trabaje para todos, de que inflame la necesidad en el reino donde la satisfacción brilla por su ausencia, de que exhiba con un impudor cercano a la obscenidad, la superproducción de alimentos, de ropas, de viviendas, de diversiones que son exclusividad de algunas clases sociales y que para la gran mayoría son territorios ilusorios y vedados. Es como invitar a un grupo de desheredados a mirar un gran baile a través de los ventanales de una residencia palaciega.
El oficio subterráneo de los Shakespeare de Supermercado es redoblar los embates de la ilusión, hacernos perpetuos sitibundos, lograr que tengamos hambre de cosas para siempre. Como respuesta a ese pérfido llamado los hombres se endeudan, se enajenan, se enloquecen, se obsesionan con esa “Existencia primorosa” que hipotéticamente nace cada vez que logramos obtener una nueva vianda del supermercado gigantesco en el que el capital ha transformado nuestra vida.
El avance de estos demiurgos mercantiles es inverosímil y sus artilugios remplazan las formas originales de la felicidad, la libertad y la ternura: a la literatura, a la poesía, al arte, al humor, y, lo que resulta mucho más grave, remplazan a la dignidad y su hermano gemelo, el amor. Todos estos “Escribidores de la nada” vienen de la gran calle Madison que en nueva York ha sido durante décadas el centro de ebullición de las grandes campañas, los lemas, los spot y todas esas bagatelas de la imaginación mercantil con las que convivimos sin oponer ya ninguna resistencia. En esa avenida famosa por el nivel de sus ingresos y la fiereza de sus metodologías, se perfilan los sueños que habrán de avasallarnos cada tanto tiempo, los artilugios que nos obligarán a seguir obliterados ante el prosaico carnaval de los deseos.
Cuando Willie Loman, el desgarrado agente viajero que describiera con tanta precisión Arthur Miller, acaba de ser enterrado, su esposa Linda Loman le habla frente a la tumba y en una de las escenas más conmovedoras del teatro moderno, le hace un reclamo que es la radiografía de nuestro vasallaje frente a las artimañas publicitarias de los buhoneros industriales: “como te vas morir ahora, cuando ya habíamos terminado de pagar las cuotas de la lavadora y solamente nos faltaban dos pagos para hacer nuestro el televisor” Y , por su parte, el escritor mexicano Carlos Fuentes, en una visionaria entrevista concedida hace más de veinte años a la revista Visión, expresa esta severa inquietud: “¿A veces me pregunto para qué quieren hacer desarrollar a los pueblos llamados ahistóricos…? ¿Para que vean a Batman y a superman en la televisión? ¿Para que se preocupen a muerte por la obtención de un coche? ¿Para que den la vida por una lavadora Bendex?”
Alguna vez conocí una hermosa y dolorida publicista. Se llamaba Marissa y tenía los rasgos exactos de quién ha contrariado su destino y extraviado sus dones. Ella me parece el ejemplo más significativo de lo que le ha inoculado la publicidad a sus propios hijos. Tenía una imaginación en perpetuo movimiento a la que coronaba cierto arrobamiento erótico y sus palabras estaban siempre cercanas a la intensidad poética. Pero la necesidad práctica de una vida no demasiado cómoda la había lanzado a las agencias de publicidad donde era una trabajadora tan exitosa como atormentada.
Ni las prebendas económicas, ni la exultación de sus incontables y exactas imaginerías lograban evadirla de un tormento que parecía estar fijo en ella como un sol oscuro: Había querido ser escritora por sobre todas las cosas, y todavía, a hurtadillas, en sus ratos libres, garrapateaba poemas. Pero el triunfo la había raptado y sentía que ya era demasiado tarde. Estaba casada con un jefe de cuentas, no se podía resistir a los lujos con que se acostumbra cegar a las personas en el mundo de los negocios, y ya no estaba segura de poder amaestrar el idioma castellano para sacar de sí una verdadera obra literaria.
Me enamoré de ella por todo eso y porque en sus ojos grises llevaba inscrito el desatino.
Marissa trató de matarse cuatro veces…

Miseria de las encuestas
Según las encuestas, este espectro moderno de cuya realidad no tenemos constancia, la cantidad y la calidad son coincidentes, ser razonable y sensato es acogerse a la cantidad mayor y la baja pasión enardecida, que por momentos opaca a la inteligencia, legitima cualquier proyecto aborrecible.
Ignoramos desde cuando toda opinión silvestre quedó expresada en las encuestas, pero sabemos que se trata de una disolución que deja al mundo en manos de unas pocas ideas y exalta a la categoría de pensamiento los discursos petrificados, sustanciales solo en la medida de actuar en un miserable marco histórico: los proyectos más pobres, o más delirantes, o más grandilocuentes, mediante este artilugio adquieren la prestancia y el ropaje de lo venerable.
Las encuestas no son otra cosa que un nuevo y colorido disfraz del dogma, la disimulada legitimación del pensamiento unívoco, de la hipotética grandeza de una democracia que se consolida a través del abucheo y el escarnio al otro, y donde el que tiene más adeptos remplaza al monarca y al señor feudal, con una serie de trucajes y hechicerías que cebarían las extravagancias de los sicoanalistas; ellas han estigmatizado todas las opiniones y las virtudes particulares, en favor de una razón adocenada donde, se supone, se conjuntan y armonizan todas las capas sociales, las profesiones y oficios, las sensibilidades. Y esa razón deambula entre nosotros, artera y enardecida, buscando a la disidencia para anularla con el ácido mortal del dogma. Colombia, por ejemplo, se ha cerrado, según la voz omnímoda de las encuestas, para condenar a los violentos y gracias a eso, se acoge a una bitácora redentora que la sacará del caos... pero ninguna encuesta notifica de que para esa opinión colectiva, para esa ideología silvestre, para ese ideario idéntico y, paradójicamente informe, todo pensamiento divergente es violento y condenable.
Hasta donde sabemos, las encuestas son uno de los fiascos históricos más aterradores, porque nos hacen creer que la aceptación multitudinaria de un cuaderno moral coincide matemáticamente con su grandeza, cuando es fácil comprobar que una colectividad enardecida entregada a un proyecto “salvador” termina por engendrar una prolongada y sanguinaria noche....
Llegadas a nosotros como otra herencia mitológica, otra moda ritual de la sociedad pragmática, otro artefacto de consumo, las encuestas son una novísima y sutil forma de la opresión. Acogidas como la quintaesencia de la verdad, quién no les cree no participa de la historia, es un arrojado del jardín, una criatura de la periferia. Parafraseando a Carlos Marx, no necesitamos hablar de las encuestas sobre la miseria y si, en cambio, denunciar la miseria de las encuestas.
La falacia de las encuestas radica en que pretenden transformar en ciencia una superchería. Sus discutibles métodos, su tramoya colorida y la manera temeraria con que pretenden reflejar la tendencia de los tiempos mediante guarismos, nos demuestran que son un comercio más, una nueva, hilarante y falaz forma de fetichismo aritmético.
Si se tratara de encuestas, si esos redondos guarismos contuvieran un ápice de verdad y transparencia, entonces algunos proyectos multitudinarios no habrían desembocado en el reino de la ignominia y en la pesadilla de la vigilia histórica.
Hasta donde sabemos, una encuesta realizada en Roma en la década del treinta habría otorgado un aplastante triunfo al Ducce Benito Musolini. En aquellos días toda Italia pareció estar con él, comulgar con su grandilocuente palabra fascista y creer a fe puntillas en que era la nueva encarnación de la abolida grandeza imperial. No es necesario recordar cómo terminó aquel periodo, el fragoroso pacto con el ultraje, el abuso y la demencia en que desembocó tanto optimismo. Bastaría con volver a observar el cuerpo estrangulado del aborrecible tirano, o revisar las imágenes de los días posteriores, cuando la horda de sus admiradores y sus devotos desapareció de escena como por arte de magia.
También el nacionalsocialismo habría obtenido el favor de las encuestas de manera concluyente. Nadie en toda Alemania pareció dudar de que el puño de hierro de Adolfo Hitler mostraba el sendero de un porvenir magnífico. Así, para que su itinerario no tuviera reparos, a voluntad, la mayor parte de los alemanes cerró los ojos. Los campos de concentración, la masacre colectiva, la dignidad ultrajada fueron el desenlace de aquella nueva cabalgata de las walkirias. Luego, tampoco aparecieron –ni aparecen aún- los hombres que llenaron sus plazas, abrieron sus puertas o calentaron sus hornos crematorios.
Pero quizá la encuesta más esclarecedora, la que mejor relata el origen falaz de esta técnica de persuasión, de esta soterrada forma de dopaje, de esta ultrajante manipulación, es aquella que podría haberse realizado en Jerusalén en el año cero. No dudemos por un instante que a la pregunta ¿Usted está de acuerdo con crucificar a este revoltoso nazareno? La mayor parte de los habitantes de aquel tiempo y lugar habría contestado afirmativamente.
Las encuestas son, en síntesis, la apoteosis de los colaboracionistas, el colofón del pensamiento domeñado, la prueba reina de que solamente habrá historia en la medida en que no exista nunca un pensamiento uniformado tan infernal como la geometría, ni una sensibilidad común, ni, mucho menos, una cifra que nos saque de la duda metódica, de la pregunta inquietante, única certeza que nos cabe entre las manos.
Nuestra obligación frente a la “verdad” que nos develan las encuestas es la divergencia intimista, y cuando alguien las enarbole como la revelación de una verdad teológica, lo más sensato será gritarle, como Julio césar: ¿Tú también bruto?


La Pobreza y sus metáforas

“Existe un estado pasional del pensamiento nacido en la pobreza y servido por el infortunio; un algo que nombraré diciendo simplemente cultura de la pobreza, diferenciable de la que prospera a partir de una situación privilegiada” Antonio Gamoneda
Todos tenemos amigos que solamente se pueden amar en la memoria. Compañeros de viaje en algún instante del pasado, bruñeron las mismas quimeras y labraron sueños similares a esos que se quedaron a vivir en nosotros, y cuya oscura culpa pagamos, expiación contradictoria y dolorosa, con frecuencia exasperante. A la mayoría de esos amigos los perdimos porque se enriquecieron y un día, transmutados en efímeros dioses caseros, ya no tuvieron nada que ver con nosotros, a pesar de los esfuerzos diplomáticos y algunas tristes señales de la nostalgia, que en su estado prematuro se parece mucho al ulular de una sirena. Ellos habían madurado, lo que entre nosotros quiere decir hacerse a una buena bolsa, alzarse con una fortuna sin que importe demasiado la metodología. Crecer es enriquecerse. La vida se trata de que unos suban y otros bajen, unos se conviertan en elegidos y los otros en desheredados, unos pasen a engrosar la memoria de los asalariados y otros la amnesia de los ricos. Aquellos amigos ya tenían un atisbo de futuro, ya la primavera se les abría generosa… eran grandes, empezaban a hacer compras importantes, exhibían, fulgurantes y temibles, sus primeras escrituras y sus doradas y dadivosas tarjetas de crédito y el mundo, con ímpetu generoso, con premura les hacía un puesto de lujo. Mientras tanto nosotros, los que seguíamos pobres, adquiríamos este semblante de huérfanos que no le sirve sino a los suicidas cuando, después del último movimiento, empiezan por fin a contar su historia.
El que se enriquece es instantáneamente respetable porque obtiene la porción de realidad necesaria para abandonar la condición de proyecto, de esbozo, de croquis, de tentativa sospechosa, de íncubo inquietante, de prólogo insatisfactorio. La virginidad es para perderla y entre más temprano mejor. Todos asisten con desgano al espectáculo de los jóvenes que se quedan pobres, que no hallaron la puerta, que no abrieron la gran ventana ni ascendieron la gran escalera. Nadie quiere a los infantes perpetuos, adolescentes sin remedio, niños viejos y sin la capacidad de entrar a la fiesta de la vida… sempiternos menores de edad, terminarán siempre por ser sospechosos, por costarle dinero a los demás, por ser pedigüeños y por estar descolocados en todos los lugares, retardados, autistas económicos, engendros inútiles, que si se percataran de su verdad darían alaridos frente a los supermercados. Después de una vigilia colérica, la hambruna invade el espíritu y nuestro destino se convierte en una ciudad sitiada. No es solamente el miedo de no tener para la renta o para pagar el agua o para el desayuno de mañana, es el pánico de que en el reinado de la pobreza se aleja el amor, se exilian los bellos contactos, la existencia se extraña y nos toma distancia.
La pobreza, como lo descubrió el poeta sueco Harry Martinson en unas pocas líneas temblorosas, no es un estado económico sino un estado del alma. Su degradación central no consiste en que nos sean vedadas las cosas fundamentales como el alimento o la salud, el techo o el vestido, sino en el hecho, mucho más grave, de que quien está en sus manos se transmuta en el invitado indeseable. Porque, querámoslo o no, todos los pobres del mundo somos como Peter Sellers en La Fiesta Inolvidable, invitados de palo, pasajeros, tránsfugas irremediables.
Cuando entras al reino de las necesidades, todo queda subordinado, todo queda raptado. Por un decreto misterioso, tan abyecto como ininteligible las formas de la satisfacción, inherentes al solo hecho de estar vivos, se alejan, se hacen evasivas y, en lo que constituye parte de la metáfora que escribe la pobreza, desearlas se convierte en delito. El rico es hecho para desear… el mundo le abre las piernas y lo llama… el mundo no cesa de inventar gustos nuevos, furibundos, hambrientos, golosos, para que esté feliz sobre la tierra… Pero si el pobre desea las mismas cosas está cometiendo un pecado capital, posiblemente cercano a alguna extraña y malévola forma de la delincuencia.
¿Es la pobreza, un género de la literatura fantástica? ¿Un capitulo indeseable de la metafísica? Sus imágenes, las pesadillas que engendra, su dulce y devastadora mitología tendrán un sentido que todavía no terminamos de descifrar? Bástenos saber que cuando la hemos llevado con nosotros como una reliquia atroz, como la visitación de una enfermedad mortal que no tiene tan siquiera la cortesía de matarnos, equiparamos sus penurias concretas y alimenticias a las tardes del desamor, no distinguimos entre la ausencia de un almuerzo y la ausencia de un gesto esencial, próximo, cálido y solidario, y nos hace un daño más que concreto sus ausencias tremendas y sus navidades terroríficas, y todo eso nos produce un sentimiento que poco tiene que ver con la hambruna, y que, en cambio, se imbrica con nuestros dolores más hondos, más ancestrales y arcanos, en nuestros sentimientos graves y nuestra memoria poética, la misma que los fija, los eterniza y un día los cantará, como un botín misterioso y terriblemente humano.


La urbanidad de Escobar
Durante muchas décadas, como un intruso engolado, la Urbanidad de Carreño fue el libro de la etiqueta colombiana, la Biblia de las buenas maneras, el faro de nuestra sociabilidad. Allí, según sus adeptos, se encontraban conjuntadas las fórmulas y los clishés capaces de expresar nuestro donaire, nuestra hipotética clase, nuestra pertenencia a una raza lavada de pecados y heredera de la epopeya histórica. Pero esa urbanidad, escrita por un cejifruncido moralista venezolano, se hizo anacrónica, comenzó a ser despreciada por los más jóvenes y terminó convertida en reina de burlas o, en el mejor de los casos, en exquisita representación literaria del Kitsch criollo. Después se volvió ridículo seguirla: había escapado de nuestro subconsciente, que no es otra cosa que el agrimensor de la memoria.
¿Qué Urbanidad remplazó a la urbanidad de Carreño?
Porque una sociedad siempre necesita de modelos a copiar, de vetos a seguir, de formulaciones que le den, aunque sea en apariencia, solidez y realidad.
Con frecuencia los maestros del erotismo enseñan que el objeto más deseado, aquel que encarna nuestro abismo y que, en el fondo, nos revela, produce vértigo, repulsa, indignación, rechazo, terror, hilaridad: Es la imagen que nos reflejaría si nos paráramos frente a un verdadero espejo.
Pues resulta que, curiosamente, hace años, con o sin inocencia, la mayor parte de la sociedad colombiana tiene vértigo, repulsa, indignación, rechazo, terror, hilaridad hacia los modelos sociales creados por el narcotráfico, pero no ve con malos ojos sus escenografías, ni sus vestuarios, ni sus diálogos, ni mucho menos la costosa superproducción de su infernal oasis. La relación erótica es innegable y puede explicarse tanto con la inteligencia como con la intuición. ¿No será ese el motivo de que entre nosotros los jueces hayan terminado comulgando con los enjuiciados? ¿No será el altar de los deseos el que fatalmente vincula y aproxima a la víctima con el victimario, al ofensor con el ofendido? ¿No es coherente suponer que, lejos de razones científicas o médicas, despotricamos y perseguimos a los narcotraficantes, porque no son más que la visión de lo que nos excita?
Nadie está dispuesto a reconocer en una fiesta o en un salón de onces que sus secretos anhelos podrían estar emparentados con la colección de deseos labrada por los emperadores de la ilegalidad, y que sus metas vitales no distan demasiado de las que los trasnochan a ellos. Sin embargo, el affaire se revela con suma claridad cuando vemos la comunión de sus gustos, sus hobbies, sus reflexiones, sus programas de televisión, sus libros, sus clubes, sus discotecas y sus partidos políticos.
¿De qué sirvió, pregunto, nuestra fidelidad a Carreño? Los soporíferos años en que nos adoctrinó? ¿Sus esfuerzos por blindarnos contra el diablo de las malas costumbres o los malos amigos? ¿De qué valieron sus vindicaciones y sus anatemas?
Esa baraja de sueños regados con sangre que erige el edén del tiempo de los asesinos, y cuyo cielo no es precisamente el de Milton o San Agustín, constituye el nutriente mitológico que impulsa nuestro fragor actual, engrana la maquinaria de la sociedad y riega generosamente el jardín de sus ilusiones. ¿O es que no se parece el ideario huachafo de los narcos –dinero a como de lugar, triunfo a como de lugar, buena vida a como de lugar– a la bitácora seguida por una buena porción de la sociedad colombiana? ¿No es amar al dinero por sobre todas las cosas el primer mandamiento de esos dos bandos, en apariencia enemigos?
Repito: qué urbanidad remplazó a la urbanidad de Carreño?
Hace unos pocos días, en un espectáculo montado con bombos y platillos, descubrimos la verdad, cuando la amante del capo de capos, el hombre que es al narcotráfico o que Newton a las matemáticas o Santa Teresa al misticismo, hizo para nosotros un alucinante Strip-tease, un espectáculo tan escabroso como colorido. Relató, frente a millones de teleespectadores, con minucioso erotismo, con cinematográfico sentido de la narración, con exultantes invenciones verbales, su amartelamiento con uno de los más grandes asesinos de la historia universal, pero primó en el reportaje la fascinación por el río de sus dólares, por el encanto de sus años de esplendor, y por la leyenda de una Dolce vita labrada a bombazos. Y la bella pérfida declaró con poético cinismo que la única diferencia entre el amor que ella le tuvo al Padrino y el que le tuvo la sociedad colombiana, fue nada más una cama. El enrazado de joya policial y novela romántica tuvo una aceptación aplastante.
No lo sigamos negando: a la urbanidad de Carreño la remplazó la urbanidad de Escobar.

El aciago destino de los autores
Todos los autores han entrado en el desprestigio, incluido Dios, creador de creadores, dueño del alfabeto inexpugnable del que nadie puede escapar sino a través de métodos extremos y dramáticos. Los premios y las recompensas que les estaban reservados, su tierra prometida, su lugar de encuentros, se disiparon por completo, convirtiéndolos en la mayoría de los casos en unos damnificados, vanos reyezuelos de la bruma, o, lo que es aún más cruel, en triunfadores derrotados por el éxito, vacíos artífices de ensoñaciones peregrinas. En síntesis, una raza ininteligible que con el correr de los tiempos llegará a no necesitarse para absolutamente nada.
Autor: curiosa palabra que designa a una especie de demiurgo omnímodo, que reina sobre algo de manera alternativamente paternal y trágica. Su prole son los productores, los editores y los comerciantes pero todos ellos, aunque no lo confiesen, son ateos y parricidas. De ahí que hayan alzado la mano contra sus propios padres hasta el punto de que algunos, ebrios de amor por el vacío, postulen que “ya no se necesitan escritores para hacer libros, ni guionistas para hacer cine, ni periodistas para hacer crónicas, ni dramaturgos para hacer teatro, y si se nos viene en gana seremos capaces de poner de moda libros con las páginas en blanco”.
El autor es el ser más solitario de la Tierra, aunque en ocasiones su trabajo se convierta en un espejismo populoso. En el lugar de sombras que le pertenece, atemporal e hilarante, se enfrenta a diario con sus creaciones. Su sitio no es completamente de este mundo, pero anuncia un universo mejorado: no el que es, sino el que debería ser.
Toda forma de creación ha ido a dar, hasta la fecha, en un fracaso irremediable. Si el autor trabaja en el cine, la televisión o el teatro, que son artes colectivos, su materia prima es traicionada, una y otra vez, por aquellos que deben comprender el guiño, y que, sin embargo, parecen destinados a no comprender nada: no aman la creación sino su parte fútil, es decir el triunfo.
Por eso son más dignos los géneros solitarios como la poesía, el onanismo, la novela y el suicidio. En ellos el artista debe despojarse de las máscaras de la sociabilidad y de los tratos cotidianos, quedarse completamente solo, abandonado, dejado por el mundo, para alcanzar su voz y descubrirse. Estos develamientos son preciosos como diamantes pulidos lentamente y en ellos aparece siempre la denuncia de que, para decirlo con Rimbaud, la verdadera vida está en otra parte. Y por eso acostumbran recibir, como contraprestación, la furia de los señores y la zancadilla de los lacayos: nada más peligroso que tener visiones en un mundo de ciegos.
Símbolo de la reducción de todo a la esfera de lo kitsch, de la banalización enardecida, de la compra grosera de cuanto es susceptible de producir dinero, también el mundo editorial colombiano se ha transformado en un show bussines, una incomprensible máquina rapaz donde están todos los que no son y son muy pocos de los que están: una pasarela de reinado de belleza con eventos en las playas de Cartagena y en los más suntuosos salones de las grandes capitales da cuenta de la hipotética floración intelectual, comandada por un elenco de creadores ligth, cuyas bagatelas se vuelven filmes o telenovelas casi al mismo tiempo en que salen al mercado y se venden en las librerías con una celeridad que ya quisieran Céline, Proust, Perse o Malraux. Sí, una súbita bonanza de genialidad ha saltado a escena y amenaza con enceguecer la pupila de los lectores incautos y llenar las valijas de los editores. Esta, como casi todas las bonanzas, es una auténtica ficción, más próxima a la mercachiflería que al arte: Bienvenido sea, de todos modos, el boom de lo desechable, porque nos recuerda que “la salud de una cultura depende de la calidad de sus dioses”. La rutilancia de trabajos como Sin tetas no hay paraíso, Esto huele mal, Zanahorias voladoras, Perder es cuestión de método, Satanás, El penúltimo sueño o Rosario Tijeras, prueba la justeza del argumento.
Miguel de Cervantes fue quizá el primero que lo denunció, haciendo alarde de su capacidad profética: En la segunda parte del Quijote, urdió un entramado que sería la piedra fundacional de la literatura moderna. En el decurso de la ficción, como en un juego de espejos, el Caballero de la triste figura sospecha que alguien lo está escribiendo, y acusa a ese autor mediocre de estar intentando suplantar a Cervantes, para obtener, de manera oportunista, provecho del éxito obtenido con la primera parte de las aventuras del manchego.
Desde entonces los ejemplos de incomprensión frente al creador han sido muchos, y en no pocas ocasiones ésta ha cobrado un precio altísimo a sus propulsores: bástenos recordar con asombro los casos de Ezra Pound y Gauguin, de Artaud, Chejov y Poe, de Dostoievski y Kafka, de Joyce y Balzac. Ninguno de ellos pudo escapar de la costosa revancha impuesta por los adoradores de la convención y los fanáticos de la mansedumbre interior.
El vía crucis del autor, la noche perpetua a la que ha sido condenado, y las innumerables injusticias y expiaciones a las que lo sometió su encuentro con el mundo pragmático, constituirán algún día no muy lejano un capitulo denso y fatigoso de la historia universal de la infamia. Los derechos del autor están tan mancillados como los de todos los grupos y sectas y razas y pensamientos y doctrinas de las inmediaciones: los negros, los homosexuales, los locos y los que habitan cualquier forma de lo “distinto” se constituyen, por lo tanto, en sus gemelos y sus pares.
Si nos atenemos a la certeza de Shakespeare, según la cual “el hombre está hecho de la misma materia de los sueños”, la defensa del creador (léase autor) es la vindicación de la parte más sagrada de la condición humana y simboliza la tentativa de agregar camino y horizonte a esa masa indefinible que llamamos vida: el autor posee la bitácora para enfrentar este presente de fantasmas.
Triste revelación, furibunda paradoja: Ahora llega primero el pirata que el fundador.




Diatriba contra el cóndor
Siempre he pensado que los símbolos a los que se acogen los países, las ciudades, los partidos políticos y hasta las civilizaciones, traslucen parte de su más íntima e inconfesable vocación. El símbolo es como una sombra tutelar, un escudo protector, un tótem posterior al tiempo de la magia, una imagen expresiva a la que nos confiamos y en la que se encarnan nuestros más graves principios: dime a qué símbolo te entregas y te diré quién eres, descubriré la parte más evasiva de tu identidad.
Debido a eso, desde hace mucho tiempo, sospecho que el cóndor de los Andes, animal carroñero, zopilote de cinco estrellas, buitre de buena familia, chulo de ojos azules y abrigo aristocrático, es de pésimo augurio dentro de nuestro escudo y muestra parte de los yerros y falacias sobre los que está fundado nuestro ser nacional. Investigando las características de su existencia descubrí que lo único que tiene a su favor es un gran departamento de prensa, tal y como ocurre entre nosotros con la mayoría de los patricios venerables y los doctores intocables. El buitre es un animal de temperamento oscuro pero jactancioso, que trabaja muy poco, se esfuerza casi nada, tiene la creatividad en el piso y se conforma con las piltrafas repugnantes que le dona la muerte. Al contrario del águila, ave cazadora, inteligente y llena de donaire, escogida por los Estados Unidos de América como su estandarte y cantada por Walth Whitman y otros grandes poetas de la vitalidad; nuestro cóndor lleva una existencia sombría y tiene un prontuario vergonzante. ¿Entonces de dónde viene su mítico prestigio?
Alguna vez Jorge Luis Borges, afirmó, con la clarividencia de un visitante agudo, que Bogotá es una ciudad llena de estatuas erigidas a héroes que nunca lo fueron. Pues bien, también en nuestro escudo hay un falso prócer, un héroe que nunca lo fue, un patricio sin hazañas, un condecorado que no conoce la escaramuza o el fragor de la batalla, un príncipe apócrifo y ese es, precisamente, el cóndor de Los Andes. ¿Por qué lo hemos escogido para que nos represente? ¿Quién fue el cáustico ironista que transformó a este somnoliento devorador de basura en un patricio emplumado?
No entiendo –pero esto es tan solo parte de lo inexplicable que resulta el pathos de Colombia– de dónde proviene la veneración hacia este chulo petulante, los sentidos discursos que se le escriben y que contaminan los recintos y palacios del poder, los salones de la retórica oficial, las academias, los salas de convenciones y las sedes de los partidos políticos.
El cóndor representa, es cierto, algunas características de los colombianos, y no precisamente las mejores: su figuración inexplicable guarda acongojantes semejanzas con la de buena parte de nuestra fauna social, política y cultural. El país está lleno de carroñeros con blasones cuyas hazañas y episodios, al igual que las del buitre nacional, son del todo inexistentes.
El cóndor es la clase alta de los carrroñeros, el archiduque de los tragadores de estiércol, y por ellos no tiene ni siquiera el encanto modesto del chulo común, que, como lo descubrió con envidia Truman Capote, sabe de su baja estopa, que es feo y repugnante, y, por lo tanto, no tiene la necesidad ni el interés de engañar a nadie. El zopilote nacional, en cambio, es un gran farsante, un estafador plumífero.
Hace poco tiempo asistimos a una de nuestras eternales y bizantinas polémicas nacionales, cuando alguien dijo que el cóndor, en el escudo patrio, debía mirar hacia otro lado. Al instante se formó la debacle: los nacionalistas de agua dulce y los moralistas de la historia saltaron a la escena, para deplorar que alguien fuera capaz de perturbar la perenne inmortalidad y grandeza del chulo linajudo. Comentarios, diatribas y encendidos debates estallaron como petardos de pólvora. ¿No es acaso perturbar la mayoría de nuestros símbolos un principio de revisión y de cambio?
Pero, tal vez, la discusión sea otra: si este caballero de dudosa grandeza merece o no merece estar en el escudo de una nación en crisis, necesitada de símbolos más vivos, más vitales y sobre todo, menos decadentes.
Yo, desde esta humilde trinchera, abro la jaula para remplazar al cóndor en el escudo… se escuchan las propuestas…
No faltará el cínico que postule al perico…